El romanticismo fue una revolución artística en la que se le daba prioridad a los sentimientos. Representó un movimiento cultural que rompió con la tradición clásica basada en un conjunto de reglas y luchó contra la ilustración que se caracterizaba por el conocimiento y la razón. Los románticos buscaban la libertad auténtica y proyectaban en las artes su forma de concebir tanto la naturaleza como al ser humano.
Los románticos valoraban lo diferente. Para ellos la originalidad era un valor superior y por eso rompen con la tradición clásica y con los cánones. La creatividad estaba por encima de la búsqueda de la perfección a través de la razón o del seguimiento de las reglas.
En la música, Beethoven representa la máxima expresión emotiva del romanticismo. Su creación es producto de una gran introspección. Beethoven es el héroe virtuoso que expresa con su música sus sentimientos, pero también sus intereses literarios, la naturaleza y el amor.
En la literatura, don Juan es el prototipo del héroe romántico. Era un seductor osado, a quien también llamaban “burlador” o “libertino”. Don Juan era valiente, a veces incluso temerario y no respetaba ninguna ley divina o humana.
El ambiente taurino ha estado lleno de personajes románticos. Rodolfo Rodríguez decía que “el Pana” era el último romántico de la fiesta de los toros. No cabe duda que el Brujo de Apizaco era un seductor que expresaba sus sentimientos y, como todo héroe romántico, usaba su creatividad para romper con los cánones tradicionales. Pero dudo que haya sido el último. Al ser un arte vivo, alrededor de los toros siempre surgirán personajes que rechacen las normas, lo establecido y que seduzcan proyectando sus sentimientos a través de creaciones artísticas.
Hace unos días llegó a mis manos un libro que ilustra el romanticismo en la fiesta brava: El Torero de Canela (Ediciones Bitar, 1990) de Fernando López. El texto narra las aventuras de un novillero puntero que hizo compaña con Joselillo en 1946. Aurelio Pérez Sánchez escribe en la introducción del libro:
“Cuando Fernando debutó en la plaza México, dejó ver una calidad y un aroma tal, diferente a la de casi todos los toreros de su momento, que conquistó a la afición desde el primer instante. Cierro los ojos después de tantos años y veo sus primeras verónicas ejecutadas con sabor, elegancia y un arte notables (…) En sus siguientes actuaciones volvió a torear con el capote con la misma elegancia y esa cosa rara que es el ‘sabor’ y el ‘olor’ de un torero en la plaza. Cuando José Alameda bautizó a este diestro como el ‘Torero de Canela’ acertó. El toreo de Fernando tenía un sabor y un olor como esa especie tan apreciada en el curso de los años”.
El libro está escrito –muy bien escrito– por el propio torero, pero en tercera persona. Un recurso literario interesante que hace entender al personaje desde la visión de un narrador que, aunque lo sabe todo, le deja al lector espacio para la imaginación.
El Torero de Canela triunfó fuerte. El titular de un periódico un lunes después de una novillada en la plaza México lo ilustra: “Joselillo llenó la plaza de gente y Fernando López la llenó de arte”. Su personalidad seductora lo llevaron a tener un tórrido romance con la famosa actriz norteamericana Rita Hayworth, a tener amistad con Orson Welles y a convivir con personajes de la talla de Manolete, Pepe Alameda y Octavio Reyes Spíndola.
Las cornadas, la dureza de la tauromaquia y el surgimiento de nuevos novilleros como los tres mosqueteros, malograron su carrera artística. Pero tuvo la virtud de documentar sus experiencias para que los aficionados podamos seguir disfrutando del aroma que dejan los románticos en el toreo.