Entre Líneas
@LilliLazcano3
Las marchas feministas registradas el pasado 8 de marzo han propiciado, como es costumbre, un intenso debate centrado en las pintas y los cristales rotos. Pero también, la discusión se ha desplazado con ahínco hacia el escrutinio de las mujeres que toman las calles durante las movilizaciones, a través de un cuestionamiento casi rencoroso sobre su valor y dignidad que, lamentablemente, ha terminado permeando la opinión pública con más efectividad que las motivaciones de las luchas, sean pañuelos de diversos colores, la violencia de género o los feminicidios (cerca de 5 en Puebla durante este mes).
Hay una amplia tendencia, evidente en redes sociales y unos cuantos memes, de equiparar a la “auténtica” feminista, con un ideal de mujer exitosa, profesionista y científica, entre otras tantas audacias. Suele anteponerse la caricaturización de quienes participan en las protestas, consideradas como “mal educadas”, violentas o irracionales.
El mensaje es preocupante por dos razones. La primera es la idea generalizada de que solo esa mujer audaz o profesionista, tendría el legítimo derecho de exigir el cumplimiento de sus derechos, aunque, irónicamente, se la presupone silenciosa y sacrificada. Las reiteradas descalificaciones a la llamada “Reinota” por la hazaña de Palacio Nacional, han partido de este principio. Pero, ¿qué hay de las amas de casa, las trabajadoras domésticas, las indigentes, las migrantes, las estudiantes, las adolescentes y las niñas, entre otras muchas? La dignidad y el reconocimiento no deben estar condicionados por distinciones académicas, económicas o de raza.
Este ideal, necio para desvirtuar a las manifestantes, también genera la insistente tendencia de obviar los mensajes del movimiento, devolviendo la crítica siempre hacia las propias mujeres y haciendo caer la causa sobre sí misma: “Esas no son las formas”. Podríamos adecuar esta última consigna tan repetida hacia el acusado vandalismo, sin embargo, sabemos muy bien que los bailes, las canciones, los manifiestos, los ensayos y las exigencias, para variar, suelen ser ridiculizadas y recibidas con excusas, bastantes. La mujer como agente, como activista, con voz y partícipe de la manifestación es vista con sospecha.
El escrutinio sobre la mujer se extiende a temas más oficiales. La instrucción para generar su inclusión en las instituciones que dictan el rumbo de la vida pública, establecida a partir de la reforma de 2014, ostenta el objetivo de subsanar una deuda histórica y no tendría por qué ser puesta en duda. No obstante, al toparnos con las cuotas de género en las secretarías, los congresos y otros cargos relacionados con el gobierno, emerge la perturbadora preocupación sobre si aquellas están “verdaderamente capacitadas” para tomar semejantes cargos.
¿Nos hemos preguntado con el mismo entusiasmo si los hombres que ocupan las curules y los asientos de las dependencias realmente eran los más capacitados? Probablemente no, desde que se ha naturalizado su pertenencia al ámbito de la política. De tal modo, se piensa que una mujer sí tendría que demostrar, con creces, su aptitud para un puesto o esforzarse dos veces más, ignorando la presencia de personajes masculinos que, bajo esta lógica, no merecerían su cargo –inserte aquí los nombres de dos o tres diputados de su legislatura favorita, créame que los encontrará-. Si nos seguimos preocupando por el hecho de que la paridad impulse a funcionarias no aptas, más en el hecho de que represente una plataforma de igualdad, tal vez es reflejo de que ellas aún son vistas con suspicacia.
Quizá estas consideraciones sobre la mujer que habla, grita y exige podrían ser uno de tantos elementos que ayuden a descifrar una situación preocupante: ¿por qué los mensajes expresados abiertamente durante las manifestaciones del 8M no están siendo escuchados? o, mejor dicho, ¿por qué ciertos sectores se rehúsan a escucharlos? Habrá muchas discusiones que entablar y muchos otros tantos vicios que superar.