Usted, yo, y todas aquellas finas personas que pueda conocer, somos un conjunto de extraordinarias máquinas biológicas. Sea en sistemas, como el cardiovascular, que en un solo individuo ostenta más complejidades que toda la plomería del orbe, o el endocrino, que a través de regular las hormonas espero le genere una sensación de emoción sobre este futuro en ciernes.
Sin embargo, como cualquier máquina, nuestros cuerpos y sus componentes fallan o se dañan sin que tengamos refacciones; considerar nuestro cuerpo como susceptible a recambios ha sido un histórico objetivo médico.
En la historia tenemos registros de variable fidelidad, como las instrucciones de la India 700 A.C. para reconstruir narices a partir de tejido de la frente, o a los santos gemelos católicos de San Cosme y Damián, con el milagro trasplantar una pierna de un gladiador etíope a un buen cristiano. Decimos milagro, sin cuestionar a los santos patronos de médicos y cirujanos, por lo altamente improbable de llevar a cabo la proeza.
No conocer de tipos sanguíneos, rechazos de tejidos, higiene quirúrgica, o los múltiples sistemas que nos conforman empujó los trasplantes al mundo de lo real hasta los 1900s, con experimentos cuestionables como colocar tejido testicular de monos en hombres mayores para revitalizarlos.
Utilizar tejidos, órganos o fluidos animales para sustituir los de un humano ha sido la respuesta médica ante la incoherente e irracional falta de donaciones en vida y en muerte, amén de resolver la necesidad de esperar a que se muera alguien para tener refacciones disponibles. Esta técnica es llamada xenotrasplante; xenos por la voz griega para extranjero, como en xenofobia.
Desde los 90s se han refinado más y más las técnicas para estos procedimientos, pasando de rechazos y muertes instantáneas hasta hitos que rebasan el par de meses, siempre utilizando los órganos de babuinos y cerdos por compartir compatibilidades fisiológicas.
Los retos para lograr que el cuerpo humano acepte el cuerpo ajeno son formidables, pero se pueden resumir en que todos nuestros sistemas buscan rechazarlo, especialmente el inmune. Aquellos órganos de cerdos siguen produciendo hormonas y demás componentes que son distintivamente porcinos, y es que lo tienen, nunca mejor dicho, en su ADN.
Aquí la biotecnología médica entra al quite para ofrecer la modificación genética como una herramienta para resolver la crónica escasez de órganos y tejidos para tratamientos médicos. Poder editar las instrucciones genéticas del animal permite generar refacciones con los requerimientos adecuados para nuestro modelo de máquina.
Como lo hemos mencionado el futuro está entre nosotros, como lo demuestra la muerte, la semana pasada, de la primera persona en recibir un trasplante de corazón de un cerdo modificado genéticamente; esto en el hospital de la Universidad de Maryland, Estados Unidos. El señor Bennett, de 57 años y no elegible a un trasplante tradicional por malas condiciones subyacentes de salud, sobrevivió 2 meses sin signos de rechazo.
Revivicor, empresa encargada de diseñar el corazón, introdujo seis genes humanos en el genoma del cerdo a la vez que inactivaba otros cuatro. Por ejemplo, borró el gen que genera hormonas de crecimiento y evitó que el corazón creciera más al ser trasplantado, los cerdos tienen un corazón algo mayor que el nuestro, y sortea uno de los problemas más relevantes a largo plazo.
No espere que estos avances estén disponibles en futuro inmediato para el público en general, aunque siga con atención diversos nombres. Empresas como eGenesis, Qihan Biotech, United Therapeutics, o Makana Therapeutics, palabra de honor que así se llaman, pronto estarán haciendo titulares de la misma manera que las empresas médicas que desarrollaron las diversas vacunas contra el covid-19; millones de personas en las listas de espera para trasplantes aguardan que la tecnología supla la falta de solidaridad humana.