Desde el bolsillo se habrá dado cuenta que la inflación sigue avanzando, haciendo estragos en las economías más vulnerables de nuestro país, quienes dedican un mayor porcentaje de sus ingresos a sus alimentos y sufren de manera más acentuada los incrementos inflacionarios.
Alguna de la volatilidad estacional en productos ha comenzado tenuemente a estabilizarse, como el limón o la cebolla, mientras que otros se han disparado como el jitomate o los chiles frescos. No obstante, todas las industrias de transformación, agropecuarias y alimentarias están a merced de los vaivenes de una economía globalizada que vio al desastre del covid-19 sumársele las catástrofes desencadenadas por la guerra de Rusia en Ucrania.
La producción de tortilla se presenta como un ejemplo muy completo, justo ahora cuando se enfrenta a su máximo precio histórico junto a la mayor inflación en 21 años.
Es intensivo en energía para realizar el proceso de cocción por lo que ha ido sufriendo de la mano las repercusiones derivadas de las sanciones internacionales a Rusia por el conflicto. Su principal insumo, el obvio maíz, ha sido arrastrado en la crisis global de precios que busca amparar la seguridad alimentaria de las naciones ante la turbulencia mundial; mientras, la producción nacional apunta a un magro ciclo por falta de lluvias y los incrementos en fertilizantes y otros insumos del campo.
Otros componentes de la industria, quizá menos obvios, llegan a los mismos resultados por vías diferentes. El precio del acero, componente mayoritario de las refacciones de las máquinas tortilleras, ha incrementado un quinto su precio gracias a la enorme demanda de Estados Unidos, y su rápida recuperación del estancamiento industrial durante el pico del coronavirus, y la falta de capacidad de China en logística y producción para atender esa demanda. El papel para envolver la tortilla sigue una lógica muy parecida.
La crisis se ve acentuada por la competencia desleal entre las tortillerías tradicionales y los centros de autoservicio, los segundos distribuyendo sus costos entre el resto de sus productos. El mar de diferencia entre vender el kilo a 20 o 13.60 pesos, según el promedio nacional, es un reflejo de ello.
El gobierno federal ha intentado ayudar en el asunto encargándole por mandato presidencial, es decir AMLO lo dijo en una mañanera, a la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (SADER) atender con un plan estratégico para disminuir el precio de la tortilla. Esta planeación la prometieron presentar en menos de una semana y declaración fue el 12 de abril, usted haga las cuentas.
La estrategia de la Federación para asegurar la seguridad alimentaria del país es calamitosa. Recuerda usted el nombramiento del exgobernador perredista de Baja California Sur, Leonel Cota, como titular de SEGALMEX (Seguridad Alimentaria Mexicana) ante los escándalos de corrupción por 8 mil millones de pesos de Ovalle, esto el 19 de abril. Tuvo que pasar una semana completa para que se decidiera reunir con su jefe, aunque indirecto por ser un órgano autónomo, el titular de la SADER Villalobos Arámbula. Así los órdenes de importancia y necesidad.
Queda la excusa de que la tortilla será parte del programa que dialoga el presidente con la iniciativa privada para permitir contener la inflación en la canasta básica, con medidas espinosas como los controles de precios. Algunos acercamientos ya se han dado, como la reunión del propio Villalobos con la CONCAMIN. Lamentablemente las medidas planteadas parecen pocas, insuficientes y tardías, la mayoría con miras al mediano plazo.
La muy cacareada balanza agropecuaria superavitaria, inflada por el licor y la cerveza como exportaciones estrella y herencia del gobierno anterior, anunció, de nuevo Villalobos, se despeñó un 40% por el costo de insumos, como los energéticos y el transporte. El que vive de esperanzas corre el riesgo de morirse de hambre.