Encontrado por Cristóbal Colón en las islas caribeñas, con probables orígenes en el Perú, el consumo del tabaco se encontraba distribuido por toda Mesoamérica con usos ceremoniales, médicos y sociales. Los mayas lo llamaban kutz, los aztecas yetl.
Hoy en día representa un mercado de al menos mil millones de fumadores, de los cuales 8 millones mueren al año por causas directas al consumo de cigarrillos. En México el número de letalidades ronda los 60 mil, con la pérdida de 1 millón de años de vida saludable entre muertes prematuras e incapacidades; costándole al sector salud unos nada desdeñables 80 mil millones de pesos anuales.
¿Es culpa del tabaco el desastre de salud pública? No necesariamente, el problema es que lo fumamos. Explico.
El acto de fumar es ancestral, quemar algo para aspirar sus humos donde se encuentran volatilizados los compuestos activos. Dígase nicotina en el tabaco, cannabinoides en mariguana o alcaloides en opio.
Al fumar alguno de estos productos vegetales los llevamos a temperaturas entre 400 y 800 grados centígrados, creando combustiones incompletas que emiten los componentes más peligrosos del acto de fumar. Para combustionar completamente una hoja de tabaco necesitamos al menos 1,100 grados. La combustión incompleta del cigarrillo inyecta en nuestro sistema monóxido de carbono y alquitranes, que junto a los químicos añadidos por las empresas por funcionalidad y adicción arman un combo letal. Más de 4,000 sustancias tóxicas directo a las vías respiratorias.
Los daños por fumar se han buscado tapar u opacar. Ya sea con las infames recomendaciones de doctores del siglo pasado sobre los beneficios médicos de fumar, hasta la adición de mentoles para disfrazar la rasposa realidad de aspirar una hoja mal quemada.
Si el problema es que quemamos mal, reconociendo que los humanos somos seres irracionales que buscamos el placer de intoxicarnos y por lo tanto eliminar el consumo es inabordable, una posible solución es desarrollar mejores procesos para consumir: vaporizar. Pequeños dispositivos (vapeadores) que utilizan electricidad para calentar –diferente de quemar– el producto deseado para liberar aquellos químicos intoxicantes a bajas temperaturas, menos de 350 grados.
Existen dos tipos. Uno que calienta el producto vegetal – por ejemplo, hojas secas de tabaco o flor de cannabis–, mientras que otro vaporiza líquidos que contienen los químicos deseados más otros añadidos. Estos últimos son los más populares por su versatilidad, como añadir sabores, impracticable en un cigarrillo normal. Esto hace enormemente atractivo al producto a menores de edad, con sabores como chicle, wafles o Fruit Loops.
La industria se ha dado cuenta del cambio de época. Philip Morris, la mayor tabacalera del mundo, lanzó hace una década la paradójica estrategia “Futuro Libre de Humo” buscando comerse ese mercado. Y lo logró parcialmente con la empresa Juul, que dominó el 80% del mercado por un lustro, hasta verse apabullada por demandas públicas por incentivar el consumo adolescente.
Esta administración en México ha buscado desincentivar el consumo de cigarrillos tradicionales vía impuestos, con un ajuste fiscal hace dos años, aunque con los vapeadores ha sido draconiano. La COFEPRIS, de la mano de su titular el sumiso Alejandro Svarch, y el infumable López Gatell, prohibió completamente la venta de estos productos. La Suprema Corte declaró la medida anticonstitucional el año pasado, situación irrelevante para los dos rompecorazones de la salud mexicana, quienes en la semana declararon “alerta máxima sanitaria” por los vapeadores. Ni con el COVID tomaron esas medidas.
El mercado negro para estos productos es inmenso, y en Puebla podrá ver hasta dispensadores automáticos de ellos, resultados obvios ante cualquier prohibicionismo ramplón. La carencia de vicios añade muy poco a la virtud, pero preferible un vicio tolerante a una virtud obstinada. Igual no fume, sale caro.