Nuestro futuro pinta frágil. Política cada vez más polarizante. Un cambio climático encarnado en sequías y calentamientos que avanza velozmente. Desigualdades socioeconómicas. Conflictos armados que suman amenazas nucleares, biológicas y digitales.
Imaginar que el fin de la humanidad jamás había estado más cerca parecería un pensamiento lógico. Y lo es. O al menos así dicta nuestra naturaleza humana. Cada generación piensa que es suficientemente importante para atestiguar el apocalipsis. Este pensamiento lleva, invariablemente, a actuar y planear en corto plazo, lo que nos previene de desarrollar un mejor futuro para nosotros y nuestros descendientes.
México solo tiene ríos navegables –parcialmente, por su sinuosidad– en el sureste, lo que ha disminuido su integración a la economía nacional. Otras regiones, como Europa, han basado enormemente sus civilizaciones en los ríos, ya para mover bienes, transportar personas o generar industrias; por eso el desecamiento de sus ríos es crítico.
Como muestra, el río Rin, serpenteante entre Francia y Alemania, que se encuentra en mínimos históricos. Esto evita que puedan echarse a andar centrales nucleares en Francia –se enfrían con agua–, y que barcazas de gran calado entren con carbones a las centrales alemanas; ambas acciones críticas en la crisis energética.
Las bajas en los niveles de ríos han descubierto, adicionalmente, una serie de objetos calamitosos: piedras de hambre. Estas rocas de gran tamaño se colocaban en los niveles mínimos que alcanzaban los ríos, con sendas inscripciones que advertían de las catástrofes que vendrían con la escasez de agua.
Mucha de Europa central tiene estos marcadores apocalípticos. Con fechas que van desde inicios del milenio pasado, estos indicadores cargan mensajes ominosos, por ejemplo: “Si me ves, llora”, o “La vida volverá a florecer una vez esta piedra desaparezca”.
Como humanidad tenemos doscientos mil años. Nos tomó tres cuartos de ese tiempo llegar a dos millones de habitantes. Pasar de nómadas a agricultores nos permitió doblar esa cantidad en una fracción del tiempo; la revolución industrial –en 1800s– permitió disparar los números a mil millones de nosotros. En poco más de cien años fuimos al doble, doblamos de nuevo esa cantidad en los 70s, y para estas fechas estamos doblando las cifras de nuevo para alcanzar ocho mil millones de humanos en la Tierra.
Estamos generando 270 humanos por minuto, pegándole no solo en cantidad, pero en calidad, cada vez vivimos más y con mejores condiciones en la vejez. No obstante, hacia el año 2100 nos estabilizaremos en once mil millones, con una cantidad equilibrada de nacimientos con muertes.
La pregunta entonces es ¿hasta cuándo? La paleontología nos dice que los mamíferos más exitosos viven diez millones de años. Nuestro primo el homo erectus vivió apenas dos.
Si conservadoramente sobrevivimos un millón de años, habrá habido, antes de extinguirnos como especie, cien billones de humanos en nuestra historia, un número 850 veces más grande que todos los que han existido.
Eso si nos quedamos en la Tierra, salir a otros cuerpos de nuestro sistema solar permitirá movernos hacia planetas y resetear el número en varias magnitudes. Migrar hacia otras galaxias, fuera de la Vía Láctea, abre posibilidades y números que escapan nuestra imaginación.
Vivimos tiempos definitorios para la humanidad, pero si logramos sortear nuestras amenazas tendremos la posibilidad de dejar en marcha un enorme legado para nuestra especie: su inicio. Podrá parecerle fantasioso –lo menos– pero hemos pasado de adorar a la Luna, a caminar sobre ella. Todas nuestras acciones repercuten en el potencial y la posibilidad de todos los humanos que podremos ser, cambiar la perspectiva de vivir en el fin de nuestra historia al inicio de ella es una vista más alentadora. No echemos a perder el ahora, tan crucial como ya vimos, y vivámoslo mejor.