En aquellos días de 1990, cuando apenas se vislumbraba la vastedad de lo íntimo, el Proyecto del Genoma Humano comenzó su recorrido navegando en las entrañas del ADN humano. Científicos de todo el orbe se enfrascaban en la tarea monumental de descifrar los secretos contenidos en veintitrés pares de cromosomas.

Durante trece largos años, el laborioso empeño rindió sus frutos, y en 2003 el mapa genético humano quedó desplegado ante nosotros. Enfermedades que antes eran enigmas indescifrables comenzaron a mostrar sus secretos. El conocimiento de cómo las células respondían ante los tratamientos se volvió más nítido. El ser humano empezó a revelar algunos de sus secretos más profundos.

Pero en medio de la maravilla, una sombra se cernía en los olvidados, cuyos genes no habían sido contemplados en este monumental esfuerzo científico, principalmente por razones económicas. La población mexicana, entre otras del mundo en desarrollo, quedó fuera de este gran muestreo de la existencia humana.

Buscando subsanar esta falta, un equipo de investigadores del Tecnológico de Monterrey comenzó hace casi cuatro años un proyecto para mapear los genes nacionales.

El proceso no es rápido, pues se buscarán tomar al menos cien mil muestras en 17 ciudades del país, con una proyección que vislumbra terminar hasta finales del 2025. Ya llevan casi veinte mil muestras en el norte, ahora andan por la Ciudad de México tomando muestras de voluntarios aleatorios. Las muestras de sangre son la parte fácil del estudio, pues sigue un apabullante cuestionario de casi 600 preguntas.

Poseer un mapeado genético exclusivo de los mexicanos nos permitirá entender mejor los malestares que aquejan a los propios mexicanos, como nuestras predisposiciones genéticas a la diabetes o ciertos tipos de cánceres. O cómo alimentarnos mejor, pues nuestros metabolismos son tan particulares como nuestra gastronomía.

No podemos negar los posibles beneficios médicos y científicos de estas bases de datos genéticas, pero debemos preguntarnos si estamos dispuestos a pagar el precio de nuestra alma colectiva. El río no sabe dónde está y el árbol no sabe cuál es su hoja. Cada muestra de sangre, cada hisopo de saliva, se convierte en el tributo que pagamos a los dioses modernos de la información.

Usted puede decidir jamás entregar su información genética, pero no es necesario su consentimiento para incluirlo en las bases de datos. Basta su familia, y de la lejana que solo ve en Navidad. A partir de primos en tercer grado el ADN comienza a compartirse de manera significativa, apenas un 1%, pero suficiente para comenzar a buscarlo con métodos tradicionales de genealogía. El pasado, presente y futuro de una nación, anudados en una maraña inescrutable, todos inscritos por una mano invisible.

Yace la pregunta fatídica: ¿quién detenta este poder de la información genómica? ¿Los guardianes del Estado, los enmascarados titiriteros de las corporaciones, o acaso los señores de la sombra, cuyas conspiraciones permanecen nos permanecen ocultas a los ojos comunes?