Mugre, basura y smog. Este era el lema de Ecoloco, el gran villano del ochentero programa de televisión de Odisea Burbujas, que se dedicaba a contaminar y nunca se quería bañar.
El acto de bañarse, en su aparente simpleza, es un ritual de lo superfluo en nuestra sociedad contemporánea. El agua corre por nuestros cuerpos como el tiempo, ¿qué ganamos con este efímero bautismo diario? Antes, nuestros antepasados se bañaban en ríos y arroyos, sin preocuparse demasiado, si acaso.
Nuestra obsesión por la limpieza no es tal, pues es el reflejo más puro de la evolución de nuestra sociedad, en buena parte de la mano del capital.
En la mitad de 1800s la industrialización global iba a todo vapor esparciendo su luz. Como metáfora y realidad, pues lámparas de queroseno e incipientes focos incandescentes comenzaban a iluminar el mundo. Estos nuevos modelos de iluminación cambiaron nuestros patrones de todo, permitiendo trabajar en horarios y lugares nunca antes considerados.
Muy padre para todos, excepto para los productores de velas. Una tecnología cara, de baja intensidad, que ensuciaba de hollín y cera derretida.
Los ingredientes usados en la elaboración de velas y jabones se traslapan, por lo que era normal ver empresas que se dedicaban a ambos negocios. Un ejemplo era el velero Procter y el jabonero Gamble, que crearon una empresa dedicada a ambos giros de la parafina. Al verse amenazados por el colapso de las velas apostaron todo por el jabón. Apuesta de alto riesgo, pues en esa época apenas y con agua y cada Corpus.
No quedaba de otra, Procter & Gamble tuvieron que crear la mercadotecnia moderna. Jabón y limpieza comenzaron a ser aspiracionales, vendidos en barras individuales y exóticos nombres, con promesas de pieles tersas y suaves.
Para instaurar un ideal de belleza al cual aspirar, las empresas jaboneras – Colgate, Palmolive, Unilever y Henkel – crearon las novelas. En inglés las novelas se llaman soap operas (óperas de jabón) al haber sido diseñadas por la industria para mostrar por tele los cánones de belleza a los cuales aspirar.
La industria de la belleza es un leviatán. Tan solo el mercado de jabones a nivel mundial rebasa los 45 mil millones de dólares. Y parece una industria segura. El contrato social de nuestras sociedades modernas parece haberse definido. Le hacemos fuchi a los malos olores y más de un día sin bañarse levanta cejas y narinas.
¿Qué podría acabar con el reinado del jabón? Pues terminar con el mal olor de tajo, o sea en nuestro ADN.
Localizado en el cromosoma XVI, el gen ABCC11 está asociado a dos peculiares características humanas. Si se tiene cerilla seca o húmeda en el oído, y si se generan los elementos del sudor que hacen que nos apesten los sobacos.
En Europa 2 de cada 100 personas tienen esta variación, lo que nos podría explicar el olor a “un semestre de intercambio en el viejo continente”. En Corea casi toda la población la tiene. En México no existen estudios que nos puedan informar cuántos lo tenemos o no, aunque subirse al Ruta a mediodía ya responde.
Está en el futuro cercano la posibilidad de intervenir este gen antes de que nazca un individuo, y en un futuro tantito más lejano el editar este gen en alguien ya vivo. Jugar a prender y apagar genes es mucho complicado que eso, pero un futuro donde un seguro de vida te cueste el doble si no tienes apagado el gen de la demencia senil –por decir un ejemplo– es una distopía tecnológica que seguro viviremos.