Puede personalizarlo al estado, municipio o colonia que quiera del país: el transporte público en México es una basura.

Pero lo aterrizamos a Puebla metropolitana. En promedio sus habitantes se echan 35 minutos para ir al trabajo y 22 para ir a la escuela. Los privilegiados. Al menos 1 de cada 5 tarda más de una hora para hacer destino.

En ese diario calvario hay una crónica de enfrentamiento entre dos gigantes de la movilidad, uno público y otro privado. De un lado, el campeón indiscutible de los viajes compartidos, Uber, titán de la conversación incómoda en vehículos ajenos; del otro, la desgracia de nuestro transporte público.

En el mundo globalizado y ultra competitivo en el que vivimos, la mera idea de que una entidad gubernamental pueda siquiera rozar los talones de una mega corporación privada parece, a primera vista, una quimera. Un David contra Goliat de nuestros tiempos, pero en lugar de hondas y piedras, armados con aplicaciones móviles y tarifas dinámicas.

Uno de los casos más exitosos (por ahora) nació en la segunda ciudad con más mexicanos en el mundo: Los Ángeles.

Con un contendiente emergiendo directamente desde las entrañas del gobierno, el Metro Micro, un desafío al statu quo, un ejemplo de cómo los servicios públicos pueden, contra todo pronóstico, competir en un arena dominada por gigantes privados.

¿Qué sacrifican para poder competir? Puntualidad, velocidad y privacidad. Tampoco cosas que así diga, uy, cuánto estima el mexicano.

Los vehículos hacen promesas menos ambiciosas de los tiempos, pues suelen ir a velocidades más bajas para poder incorporar en el viaje a más personas; todo con la finalidad de reducir costos. El viaje cuesta $1 dólar, con limitaciones a ciertas áreas geográficas.

Los beneficios existen también para el prestador del servicio, pues con conductores sindicalizados, y tarifas integradas al sistema de transporte público, la misión está centrada en la movilidad y no en las utilidades.

El ejemplo de Metro Micro sugiere que es posible repensar y revitalizar estos servicios. Sin embargo, también plantea preguntas sobre la escalabilidad de tales iniciativas, la resistencia del sector privado y la voluntad política necesaria para implementar cambios significativos.

¿Servirá para México? Quizás la respuesta no reside tanto en la tecnología o en la economía, sino en una visión compartida de lo que queremos que sean nuestras comunidades. Mientras contemplamos estos esfuerzos, no podemos perder de vista que siguen siendo meros intentos de solución, parches temporales en la vasta obra de construir ciudades más habitables y equitativas.

La movilidad masiva, esa utopía de calles despejadas y de vuelta a las personas, no los automóviles, solo se alcanzará mediante un compromiso firme con el servicio público masivo, uno que priorice el acceso universal sobre la conveniencia momentánea.

Por ahora se mueven sin rumbo 8 de cada 10 poblanos capitalinos (el porcentaje que se transporta en lo público) con desgracias aún más pronunciadas en Teziutlán y Tehuacán, las otras dos zonas metropolitanas del estado. Si no sabemos de dónde venimos, ni a dónde vamos, a nadie debe sorprender no sepamos ni cómo movernos entre esos dos puntos.