En un arrebato de inspiración morena, el gobernador electo de Puebla, Alejandro Armenta Mier, ha confirmado su apuesta de elevar el Consejo de Ciencia y Tecnología del estado a la categoría de Secretaría de la Tecnología.

Siguiendo la estela de la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, quien anunció lo mismo, pero a nivel nacional, Armenta asegura que su iniciativa tiene la misión de impulsar un desarrollo inclusivo y sostenible, distribuir la riqueza equitativamente, reducir la desigualdad y respetar ecosistemas mediante el uso racional de la tecnología. Por si quedaban dudas de las concordancias federales y estatales.

Todo suena muy bonito, pero los números, pequeños tiranos, ultimadamente dictan la realidad de nuestras aspiraciones.

Las recomendaciones sugieren que un gobierno invierta al menos el 1% del gasto en ciencia y tecnología, aspirando a alcanzar un glorioso 3% a través de sinergias público-privadas.

En Puebla nos encontramos con la realidad de que destinamos… el 41% del presupuesto a la educación. ¡41%! Casi 50 mil millones de pesos que, en teoría, deberían estar formando las mentes brillantes del futuro. Pero, entre obligaciones salariales y necesidades físicas del sistema de educación pública, estos recursos se van como gotas en el desierto de la primaria al bachillerato.

¿Cuánto destinamos a ciencia y tecnología de manera directa, realmente? Apenas 0.016% del presupuesto a través del Consejo de Ciencia y Tecnología del Estado de Puebla. Es decir, una miseria. Otro tanto se va a colegios, institutos y universidades que, aunque formen técnicos y profesionales muy capaces, están lejos de ser científicos.

El mejor ejemplo de nuestra peculiar manera de hacer las cosas es el nuevo Sistema de Investigadoras e Investigadores del Estado —con convocatoria abierta hasta final de mes— concebido para cubrir lo que deja sin atender el Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (SNII).

¿La diferencia? En el federal los candidatos a investigadores reciben 10 mil pesos y los de nivel 3 unos 45 mil. Acá te anotan en un registro y vas a un roster emergente por si se ofrece. Es decir, si eres un investigador en Puebla, prepárate para la austeridad, cosa que no va muy bien con lo caro de la ciencia e investigación de hoy.

Armenta con 100 millones de pesos puede crear la Secretaría de la Tecnología, dándole un presupuesto comparable a dependencias pequeñas como Trabajo o Igualdad. Para darle el 1% del presupuesto estamos hablando de mil millones anuales, lejos de imposible.

Pero para alcanzar el 3%, con la iniciativa privada, formación y detección de talento, ecosistemas creativos e industriales, y convertir en la ciencia en un verdadero motor de desarrollo... a la federal CONACYT con H le dan 38 mil millones y mire sus desgracias.

No (solo) es dinero, es una mentalidad. La incorporación de México —y Puebla— al tren de la modernidad científica enfrenta una serie de desafíos que van más allá de simples asignaciones presupuestarias. La idiosincrasia nacional, con profundas raíces culturales y sociales colectivistas, se convierte en un obstáculo en este camino.

No es que la manera de ser mexicana, con tendencia a la improvisación y desconfianza hacia estructuras formales, choque necesariamente con los requisitos de rigor que demanda la ciencia, pero no podemos ignorar el conflicto entre una sociedad colectivista y el éxito individual que se requiere para destacar en el campo global de la ciencia.

La cultura mexicana valora enormemente el sentido de comunidad y el apoyo mutuo, lo cual, aunque admirable, puede contraponerse a la necesidad del logro individual y la competencia, esenciales para la innovación y el avance científico. Hoy en día la competencia es contra todo el mundo, y siempre hay un gringo, dos hindús y tres chinos detrás, con los bolsillos llenos y una ambición de expandir los beneficios del conocimiento.