El poder como tal no es extraño para nadie. Todos sin excepción lo hemos tenido, lo hemos experimentado y lo hemos padecido.

Desde que nacemos, de manera inconsciente iniciamos una lucha directa y frontal por el poder, irónicamente, nuestra primera guerra es con nuestros propios padres.

Unos con más éxito que otros, salimos de ese juego de poder con nuestros ascendientes, para iniciar uno nuevo con los hermanos, luego con los compañeros de escuela, para seguir con los del trabajo, con los vecinos y con todos aquellos con quienes convivimos a lo largo de nuestras vidas.

Quizá la más longeva de estos juegos de poder sea la que se realiza con la pareja.

Es nuestra naturaleza: luchar permanentemente por el poder.

Y a mayor o menor medida, todos hemos vivido esa catarsis emocional cuando alcanzamos esa privilegiada condición de poder.

Por eso es que no es difícil tener una idea de lo que lleva a los políticos a enloquecer cuando sienten que tienen la potestad de que todos se sometan a su santa voluntad.

El endiosamiento de los hombres o mujeres de poder es la consecuencia de saber que puedes hacer prácticamente todo lo que tu ambición te dicte.

Y bajo la lógica de una poderosa deidad es como Andrés Manuel López Obrador actúa.

¿Y por qué se acentúa su mesiánica postura ahora que está por terminar su sexenio?

Por dos razones: porque anteriormente, sin la mayoría calificada en los Congresos no podía hacerlo y porque necesita blindar su reino ante cualquier posible traición. Veamos.

Justo a unos días de abdicar a la corona, necesita estar seguro de que seguirá siendo el poder detrás del trono.

De ahí que impuso a gran parte de la corte entrante—gabinete presidencial—, misma que le debe la vida entera a AMLO, lo cual le garantiza que la verdadera oficina presidencial se ubique en el famoso rancho chiapaneco, perfectamente bautizado como La Chingada.

Ahí se concentrarán y se tomarán las grandes decisiones de lo que hasta hace unos días conocimos como República Mexicana.

No es gratuito que AMLO haya decidido ponerle serios contrapesos a la mujer que asumirá la Presidencia por la voluntad “divina”.

Entre estos contrapoderes están los titulares de las secretarías más importantes, particularmente Hacienda, Gobernación y las de la Sedena y Marina.

Y como cereza del pastel, él y nadie más determinó la dirigencia de Morena, con una presidenta de partido a la que inventó y que le debe lealtad eterna, pero principalmente la coronación de su hijo Andrés Manuel II, como el verdadero heredero de su reino.

No cabe duda que López Obrador es un ejemplo perfecto de cómo el poder embriaga y te hace olvidar todos tus escrúpulos y principios.

Tristemente, el poder es parte de la naturaleza humana y a muchos, los hace perder la cabeza, a otros —muy pocos— sólo los marea.

Diferentes tratadistas han hablado del poder y sus aristas, coincidiendo que la más peligrosa es cuando pasamos a la etapa del llamado “poder por el poder”.

Y todo indica que por ahí vamos. Ni más, ni menos.