En el teatro de la existencia nos gusta jugar a los protagonistas, a que todo es trascendental, pero cuando la función termina y las luces se apagan nos negamos a soltar el último atisbo de titularidad. Es curioso que, mientras el 26 de septiembre se celebra el Día Nacional de Donación y Trasplante de Órganos y Tejidos, miles siguen aferrándose a lo que queda en el escenario, como sin darse cuenta de que están fuera de la obra. Nos vamos, pero seguimos preocupados por el cascarón que queda.

El asunto es que, al morir, podríamos, sin mucho esfuerzo, salvar hasta siete vidas donando nuestros órganos, y si quisiéramos, siendo generosos en vida, podríamos mejorar la calidad de hasta 50 personas. Sin embargo, en Puebla, un lugar donde fallecen al año unas 40 mil personas, apenas se han realizado 118 donaciones de órganos post mortem en lo que llevamos del año. Solo 0.02% de los muertos han sido útiles… y ya están muertos. Un nihilismo espeluznante que nos demuestra que quienes quedan solos son los vivos, no los muertos.

Y no es solo cuestión de números. Es un profundo enredo legal que raya en lo absurdo. En México, la Ley General de Salud establece que todos somos donadores de órganos. Y resulta que también tienes el derecho a no serlo, lo cual, en principio, suena lógico, cada quien lo suyo. Sin embargo, si no manifestaste tu negativa en vida, ¡felicidades!, sigues siendo donador, pero con trampa: se necesita el consentimiento de ya sea cónyuge, concubino, descendientes, ascendientes, hermanos, o adoptados, en ese orden.

Porque claro, la viuda se llevará las córneas de su amante para preservarlas en formol, recordando lo bellos que eran sus ojos, en lugar de permitir que esas mismas membranas devuelvan la vista a otro ser humano. El hermano hará un relicario con el riñón, mientras alguien más muere a la espera de un trasplante que nunca llega. Se aferran a la memoria de lo que fue, a la absurda idea de posesión de un cuerpo inerte, y en ese afán, le niegan a otro la posibilidad de vivir.

Es una ironía amarga que las leyes, que deberían ser el reflejo de la voluntad individual, se conviertan en un laberinto donde el deseo del muerto solo se entiende si lo revivimos para preguntar. Y mientras tanto, los órganos se pudren junto con el cuerpo, incapaces de cumplir su potencial de vida. Es casi poético, pero no del tipo que redime, sino del que termina en la descomposición de todo aquello que pudo haber sido.

Y la ley, esa que pretende poner orden en el caos de la muerte, se queda corta. No respeta la voluntad del individuo porque depende de la voluntad de unos vivos. Así estamos, tratando de convencer a los deudos de que el cuerpo que tanto añoran ya no tiene más utilidad para ellos, mientras la ciencia avanza a pasos agigantados.

Porque aquí está lo irónico del asunto: mientras seguimos aferrados a nuestro ego, la ciencia se perfila como la única salvadora de este embrollo. La solución no vendrá de nuestra humanidad, que parece tener serias dificultades para despegarse de lo efímero. No, la solución vendrá de los laboratorios, donde el cultivo de tejidos y la creación de órganos artificiales, junto con revolucionarias terapias genéticas, están en camino de resolver esta crisis de empatía antes que nuestra bondad lo haga.

Al final del día, resulta que no necesitamos ser mejores personas, pues ya nos dimos cuenta que no tenemos la capacidad de serlo, solo necesitamos mejores científicos.

Porque la vida no debería detenerse con el último aliento, sino multiplicarse en aquellos que aún respiran, quien escribe ha dejado claro que su cuerpo, lo único que trajo a este mundo, y en verdad fue el amor materno quien lo gestó, no se lo llevará. Así que donen, porque, al final, nada somos, sino el eco de nuestros actos, y en el acto de dar, se encuentra la única inmortalidad que este mundo nos concede.