Hay días que parecen perfectos. Diez de octubre —10 de 10— daba para ser un día ideal. Sin embargo, el día se detuvo, no por capricho, sino por la tragedia: el huracán Milton. Cada tormenta, cada huracán, cada violento encuentro con una naturaleza azuzada por el cambio climático se convierte en el drama inmenso de quienes lo han perdido todo.

Y ante las abrumadoras realidades, la vida continúa, planteando una pregunta difícil: ¿cómo balancear las necesidades inmediatas con las apuestas por el futuro? Es una encrucijada terriblemente compleja. ¿Deberíamos invertir en las urgencias del hoy, o seguir apostando a lo que podría salvarnos mañana? La eterna tensión entre lo cierto y lo incierto, entre lo urgente y lo esperanzador.

El jueves pasado el huracán Milton se llevó consigo un proyecto que nos acerca a lo más grande del cosmos: la misión Europa Clipper. Esta iniciativa de la NASA —operada por SpaceX de Elon Musk— cuyo lanzamiento se ha retrasado debido a la furia del clima, tiene una ambición tan profunda como insondable: alcanzar la luna Europa. La joya helada de Júpiter para estudiar sus océanos subterráneos en busca de las pistas que nos revelen si la vida, tal como la conocemos, es un fenómeno terrenal o si el universo esconde otras formas de existencia.

Los esfuerzos humanos por salir de nuestra atmósfera es un claro ejemplo de las apuestas que debemos hacer. La carrera al espacio, aunque parecía un lujo para una humanidad con demasiadas heridas abiertas, nos ha traído beneficios tangibles. El GPS, que hoy guía desde automóviles hasta operaciones de rescate, fue un subproducto de la exploración espacial. Las tecnologías de materiales, desarrolladas para soportar las condiciones del espacio, ahora son aplicadas en diversas industrias. Incluso la observación del clima desde los satélites ha permitido salvar vidas, al anticipar catástrofes climáticas como Milton mismo.

Europa Clipper como misión no es diferente. Sus metas van más allá de un simple hito tecnológico; no es por gloria ni por nombres que se financia. Es por el saber, por ese deseo profundo de penetrar en lo desconocido, de entender lo que no hemos tocado ni visto jamás.

Clipper, que toma su nombre del barco de velas más rápido de la historia, está diseñada para volar alrededor de Europa, luna que se cree tiene más agua bajo su corteza de hielo que todos los océanos de la Tierra juntos.

Este esfuerzo no es por la gloria, ni por el nombre de una misión exitosa. No es una cuestión de títulos o de ser los primeros. Lo que nos impulsa es esa necesidad inquebrantable de saber. El simple hecho de recoger muestras de ese mar es en sí un logro; descubrir vida sería monumental. Pero, incluso si no la encontramos, sabremos. Y ese conocimiento, esa claridad, es lo que mueve a la humanidad. No es la promesa de éxito lo que importa, sino la búsqueda. Es ese momento, cuando se rasga la superficie del misterio y se revela lo que yace más allá.

El presente, cargado de desgracias que nunca se acaban, reclama lo suyo. El futuro susurra algo que suena a soluciones más profundas y definitivas, pero no tenemos certeza bien a bien de lo que dice. Cada esfuerzo dedicado a sofocar el fuego del presente, es un aliento que no se destinará en ir hacia adelante. El dilema es monumental y la cuestión casi filosófica.

Tal vez, si dejamos de poner parches en las heridas abiertas, podamos arrancar de cuajo el dolor, eliminar lo que nos mata poco a poco. Es esa posibilidad remota la que nos empuja a seguir, aunque a veces pareciera que el futuro no tiene nada que ofrecernos más que otro espejismo.