Claudia Sheinbaum se encuentra en un borde pragmático que va más allá del discurso de soberanía alimentaria, pues la congruencia en las acciones está después de la transformación, la cuarta.
México tiene una dependencia estructural de las importaciones de granos básicos, y el entorno global 2025 plantea un escenario próspero. Estados Unidos está en la cúspide de una cosecha histórica tanto de maíz como de soya.
Con una producción proyectada de más de 380 millones de toneladas de maíz —México produce 25— el vecino del norte se posiciona como el principal proveedor de insumos para varias naciones, incluida la nuestra. En soya la comparación es ociosa, pues en el norte se produce 124,700 por ciento más; es coma, no punto, para separarle los cientos de miles. La respuesta es la superioridad infinita de la soya transgénica, por si se lo preguntaba.
Una cornucopia moderna en bandeja de plata, pero a un precio que podría implicar más que el simple trueque de granos: la rendición de la narrativa de soberanía.
Sheinbaum deberá enfrentar la madura tentación, lista para ser arrancada, pero con el veneno del mito: el espejismo de que México puede prescindir de este flujo de insumos foráneos.
¿Cuánta soberanía cabe en un campo que apenas rinde 25 millones de toneladas de maíz y una insignificante fracción de soya?
Somos una nación de milperos estoicos, cada uno sosteniendo una parcela como si se tratara del último rincón de dignidad en un mundo que ya no entiende de calendarios lunares. Mientras tanto, el vecino del norte, a quien se le ha declarado la guerra en múltiples frentes —energético, comercial, migratorio—, tiene en su poder la válvula que regula nuestro acceso a sus granos. Y cuando ellos decidan girar ese grifo, cada espiga y cada semilla se convertirán en instrumentos de negociación política. O no, si el gobierno se monta en su necedad y favorece la importación de otro país, invariablemente más caro que la opción gringa.
Pero el verdadero drama no está en la dependencia económica, el discurso de soberanía enmascara la realidad: México es un desierto tecnológico agropecuario.
El concepto de soberanía alimentaria ha sido malinterpretado como un regreso a sepa el Altísimo qué, pero las limitaciones estructurales convierten lo que sea en una ilusión. Un país desértico, falto de innovación, con políticas públicas que mantienen a millones atrapados en pequeños sistemas de subsistencia agrícola.
Apostar por los sistemas tradicionales de subsistencia es exigirle a un ahogado que nade más rápido. Nuestros campesinos —al menos 8 de cada 10— están más ocupados en no perecer que en erigirse como actores de la política agraria. Decir que ellos son la clave para nuestra soberanía alimentaria, lo que hace esta administración, es tan ingenuo como cruel.
Así, Sheinbaum tendrá que elegir: o acepta el grano estadounidense y con ello admite la interdependencia que nos rige, o insiste en la fantasía de una autosuficiencia que se le va entre los dedos como frijolitos en un costal. Recuerde que gracias al sexenio anterior importamos 37% de nuestro frijol, cuando antes ni el cinco.
México debe abrazar un futuro biotecnológico como su única vía hacia la soberanía alimentaria. La biotecnología como deidad moderna, sin pedir sacrificios, sino educación y capital de inversión.
Fermentaciones de precisión y cultivos de tejidos se acercan como emisarios de un futuro donde los alimentos ya no brotan de la tierra ni parten de un animal. Con estas tecnologías, las hambrunas serán relegadas a los libros de historia, junto a las pestes, ser comido por un jaguar o morirte de una cortadita, situaciones civilizatorias insuperables en su momento.
Ya no habrá lluvias que bendecir, ni cosechas que maldecir: la alimentación será la nueva alquimia, una mezcla de ciencia y mercado que abolirá para siempre la épica agropecuaria. Sí, parece ciencia ficción. Mejor aún: nos tocará verlo en tiempo real. Peor: en México nos encanta jugar a los ejidatarios del siglo XIX.