Norteamérica como región es un banquete al que todos están invitados, pero donde siempre hay alguien que termina lavando los platos. Y México, el invitado que llegó temprano y aún no encuentra su lugar, observa el festín con la incómoda certeza de que es su labor alimentar la mesa, pero rara vez le dejan probar bocado.

Así, en este gran comedor de la regionalización, se sirve un nuevo plato: los aranceles de Trump. Como un chef errático que no entiende su propia receta, el presidente gringo ha decidido que el comercio debe regularse con la misma lógica con la que un niño distribuye juguetes en un berrinche. Ha impuesto barreras, ha elevado impuestos a productos esenciales y ha generado una incertidumbre que sacude la agricultura y la ganadería de toda la región.

El campo norteamericano no es un mercado cualquiera. Es un ecosistema interdependiente que no puede entenderse sin los tres países funcionando como engranajes bien aceitados. Canadá es la despensa de insumos: su potasio es indispensable para los fertilizantes, sus campos de hidrocarburos alimentan la región. Estados Unidos, con su poder industrial y su sobreproducción agrícola en granos subvencionados, es la fábrica: sus maquinarias, su infraestructura y su capacidad de distribución lo convierten en el nodo central del sistema. Y México, con su clima privilegiado, su geografía de microclimas y su capacidad de producir todo el año, es la tierra fértil de donde brotan los frescos que sostienen la mesa norteamericana.

Pero he aquí el problema: México no tiene control sobre su propio destino. No tiene el monopolio de un insumo clave, ni poderes coercitivos. Su mayor ventaja, la mano de obra, es también su mayor maldición. La disponibilidad de trabajadores agrícolas ha sido la base de su competitividad, pero en lugar de ser un activo, se ha convertido en un factor de vulnerabilidad. México es barato, y en la lógica brutal del comercio internacional, lo barato es reemplazable.

Los aranceles de Trump golpean precisamente ahí. No importa que los productos frescos de México sean esenciales para la dieta estadounidense, ni que la cadena de suministro dependa de las exportaciones agrícolas mexicanas. La política proteccionista no responde a la razón económica, sino a la pulsión política de demostrar fuerza. Y en esa lógica de fuerza, México sigue siendo el país que nunca logra presionar con la contundencia necesaria.

Porque, ¿cómo es posible que siendo la mayor minoría en Estados Unidos, los mexicanos tengan cero peso político? ¿Cómo es que nuestra comunidad es la columna vertebral de la industria alimentaria, de la construcción, del transporte, y aún así no podemos condicionar políticas a nuestro favor? No es que falten razones, ni que falte poder numérico. Falta cohesión, falta estrategia. Mientras el lobby agropecuario estadounidense puede frenar medidas adversas con una sola llamada, los intereses mexicanos en Norteamérica siguen desorganizados, fragmentados, incapaces de articular una defensa efectiva.

La confusión regional no es nueva. Con el cambio climático alterando patrones de producción, con la seguridad alimentaria en la mira de todas las naciones, Norteamérica debería estar consolidando su integración. En cambio, está en guerra consigo misma.

Pero si algo es claro, es que la inercia no es una opción. En la diplomacia del maíz y el arancel, no hay lugar para los países que dudan. O México aprende a jugar con los cubiertos de plata de la alta mesa, o seguirá atrapado en la cocina de los convenios ajenos, escuchando los ecos de decisiones que otros toman por él. Porque en la geopolítica de la despensa, el que no siembra estrategias cosecha incertidumbre, y el que no negocia con astucia termina vendiendo su futuro a precio de remate desde el Zócalo nacional al ritmo de Nunó & Bocanegra.