El gobierno ha decidido rediseñar la semántica del asistencialismo añadiendo apellido materno. Las «Tiendas del Bienestar…para la Felicidad», llegan con un nombre cargado de optimismo oficialista. Pero no nos equivoquemos, estas no son más que las tiendas DICONSA que usó el hermano de Salinas de Gortari para robar, las mismas que crearon el hoyo más público en las finanzas públicas del sexenio pasado. No tendría por qué cambiar nada siendo lo mismo.

El apellido «para la felicidad» no es un mero adorno retórico; es una declaración de intenciones. En el discurso oficial, estas tiendas serán un espacio de acceso igualitario a productos básicos, una suerte de utopía redistributiva. En la práctica, serán el escenario de las mismas corrupciones e ineficiencias que han marcado cada intento del Estado por jugar al comerciante. La felicidad, al menos la de quienes diseñaron este programa, radica en una narrativa que suena bien, pero que ya hemos vivido —y pagado— demasiadas veces.

Comenzando con lo que se vende —o venderá, comienzan en enero— de inicio. «Diseñado para proporcionar productos como arroz, frijol, maíz, aceite, huevo, leche en polvo», comentaba la presidenta, siendo la canasta básica nacional el espejo de la fragilidad de la seguridad alimentaria del país.

Arroz que no podemos sembrar competitivamente en México, a no ser que se reforme la manera de pensar del sureste nacional, y aun así vamos a apostar doble contra nada en el ridículo Plan Campeche. Frijol medio lo manteníamos, pero las políticas públicas del sexenio pasado crearon por primera vez en la historia del país un déficit frijolero que se refleja en los precios de manera importante.

El caso del aceite es paradigmático: dependemos completamente de granos extranjeros, basados en la eficiencia de la soya, girasol, maíz amarillo, canola u olivos foráneos, cuya productividad supera cualquier intento local de autosuficiencia. Lo mismo ocurre con la leche en polvo, cuya manufactura nacional sería económicamente insostenible si no fuera porque, en los antecedentes inmediatos, ya ha servido como pretexto para desvíos millonarios. Basta recordar los 435 millones de pesos que desaparecieron bajo la excusa de fabricar leche en polvo en LICONSA el sexenio pasado.

Y ahora, el café. Bajo el manto de la nostalgia de hace cuatro décadas —cuando Sheinbaum se formó intelectualmente— la administración revive el espíritu del INMECAFÉ, aquel instituto que en su tiempo monopolizó el mercado con productos de calidad deplorable, representación charra y sistemas de producción altamente ineficientes y subsidiados.

El quebranto al estado está a la vista, y no por un mal manejo, porque ya nos avisaron que así va el diseño: «comprando el grano a productores a un precio justo y colocándolo a la venta más barato». La ecuación no cierra, excepto si asumimos que el déficit se convertirá en otro peso muerto para las finanzas públicas. Más allá del quebranto económico, estas tiendas son reflejo de una visión profundamente desactualizada sobre la realidad social. Al menos a Cuetzalan le deberá ir bien, a ver qué cosas entrega la nueva titular de SEGALMEX, María Luisa Albores.