El limón huele a sudor. Así fue siempre. Sicilia, Michoacán, no importa dónde. El limón crece al lado de hombres fuertes, curtidos, que entienden el peso de la tierra y el filo del machete. En Sicilia, Italia, la mafia encontró refugio bajo las ramas bajas de los limoneros, ahí se gestó.

Los campesinos temían al patrón, al recaudador, y cuando la justicia no llegaba, aprendieron a buscarla por sí mismos. La mafia era eso al principio: una solución. Luego fue algo peor. Se enredó con los limoneros como una plaga invisible, alimentándose de su abundancia y dejando muerte en su lugar. Así nació la mafia: en los surcos de los limoneros y bajo las sombras de los sicomoros. Primero fue un refugio, luego una peste.

Hoy en Michoacán los limoneros también cargan más que limones. Cargan miedo. Rogelio Escobedo era un empresario. Entendía el limón, por algo era uno de los más grandes empacadores de la zona. Sabía cuándo recogerlo, cuánto pesaría la cosecha. Sabía también que el precio no solo lo dicta la calidad del fruto, sino el calibre de las armas que lo rodean. Lo mataron hace unos días. Lo acribillaron en el camino al ritmo de 28 disparos.

Si le suena a historia repetida es que ya pasó. En Buenavista, hace unos meses, otro hombre cayó de la misma manera. También era empresario, también vivía del limón. También lo mataron. Entonces, los responsables fueron Los Viagras, ahora también.

Lo extorsionaron, lo amenazaron. No pagó, o pagó tarde, o pagó mal. Da igual. Lo mataron. Y cuando murió, el pueblo entero se detuvo. Cerraron las huertas, dejaron de cortar, dejaron de cargar, tan solo para reiniciar unos meses después. Lo cíclico de la naturaleza.

Las balas son las mismas. La sangre es la misma. Pero lo que cambia, lo que vuelve insoportable esta tragedia, es el descaro. Hace dos semanas, el gobierno federal anunció que el problema estaba resuelto.

«La producción se ha recuperado», dijeron. «El plan de los 100 días de la Presidenta ha funcionado». Las cámaras grabaron, las cifras parecían buenas, y las sonrisas se ensayaron con cuidado. Hablaron de toneladas y exportaciones, pero no hablaron de los hombres que trabajan esas toneladas, de las mujeres que lloran a esos hombres.

El gobierno actúa como si la paz pudiera declararse por decreto. Pero la paz no llega con discursos. No se mide en tablas de Excel ni en informes impresos con tinta brillante. La paz se siente. Y en Tierra Caliente, nadie la siente.

Italia también creyó que la mafia era eterna. Se acomodó a ella, convivió con ella, la dejó crecer. Hasta que no pudo más. Hasta que hombres como Giovanni Falcone se enfrentaron a su monstruo. No con discursos, no con planes, sino con juicios. Juicios largos y dolorosos. Con valentía e inteligencia. Falcone fue asesinado por ello, pero su muerte cambió algo. La mafia retrocedió.

México tiene sus propios monstruos. Y a veces intenta enfrentarlos. Harfuch, con su operativo Enjambre en el Estado de México, es una chispa de algo. No es suficiente, pero podría ser un principio.

El limón sigue oliendo a sudor. Pero en Michoacán también huele a pólvora y a sangre. Los limoneros no necesitan discursos. Necesitan que alguien los vea, que alguien los escuche. Que alguien haga lo que hay que hacer, aunque duela, aunque cueste. La mafia –como las plagas– puede controlarse y erradicarse. Pero hay que verla primero, y luego tener el valor de arrancarla, aunque deje cicatrices en el tronco. Mal momento tuvieron los michoacanos en desear una Nueva Italia.