Cuando el Dr. Julio Berdegué Sacristán tomó el timón federal de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural, lo hizo con una sonrisa y promesas utópicas. De esos donde todos siembran, todos cosechan, todos comen y todos ganan. También, por supuesto, medio ambiente reparado de paso. En el discurso, es difícil no sucumbir a estas visiones de ilusiones. ¿Quién no preferiría imaginar un futuro brillante, aunque el presente siga siendo una calamidad?

Pero al aterrizar en las mesas de trabajo del llamado Acuerdo Nacional por el Maíz y la Tortilla en las semanas pasadas, choca la realidad.

Las reuniones, que ya llevan un mes de frustraciones, están diseñadas para el fracaso. Se fijan en un máximo de dos horas, y si el reloj marca un minuto extra, las sillas se reacomodan y el día termina sin acuerdos. Por si fuera poco, los representantes deben viajar cada semana desde sus estados a la capital, cargando propuestas que nunca ven la luz del día. Un centralismo picarón que vacía los bolsillos y llena de rabia, imagínese echarse algún aeropuerto de la capital dos veces a la semana, entendible.

El monopolio del micrófono es evidente. Berdegué, aún con la lógica que parece haber importado de la FAO, se adueña de los 120 minutos como si estuviera en un simposio internacional y no en una mesa de acuerdos urgentes.

El objetivo de estas mesas, al menos en lo pedido por la presidenta, es claro: verle la cara a los mexicanos. Perdón, reducir el costo de la tortilla 10% durante el sexenio, cuando se incrementó 60% en el anterior. Es que lo primero es lo más cortito.

El ejemplo más rocoso de diálogo ocurrió con el representante de las tortillerías nacionales —el colmilludo Consejo Nacional de la Tortilla (CNT)— quien encarna la voz de más de la mitad de las 110 mil que existen en el país. Apenas si lo dejaron hablar. Y cuando lo hizo, lo interrumpieron repetidamente. ¿La razón? Probablemente decir verdades incómodas.

Como aquella que apunta a Altagracia Gómez, la asesora favorita de Claudia Sheinbaum y dueña-heredera de Minsa, una de las principales productoras de harina de maíz del país. Donde Minsa es pieza clave en el desbalance de precios que golpea a la tortilla, el alimento básico de esta nación.

Sus publirrelacionistas saldrán a decir que las harineras sólo controlan un tercio del mercado. Pero ese tercio, con su dominio en supermercados y tiendas de conveniencia, hace estragos.

Soriana, Chedraui o Walmart (pero son todas y no se les anota por espacio) venden tortillas por debajo del precio de mercado, compensando pérdidas con aumentos en otros productos. Suben 25 pesos al champú para bajar 5 a la tortilla y la gente ni cuenta se da, por usar un ejemplo. Es una trampa y el gobierno lo sabe. Pero no mueve un dedo, temeroso de que estas cadenas carguen el total de la inflación al consumidor final. Porque en México, el impuesto más cruel para los pobres no se llama IVA, sino canasta básica.

Tal es el nivel de deslinde que PROFECO salió a lavarse las manos el mismo día, el viernes cuando todo reventó. Que ellos solo revisan que no se venda más caro de lo establecido, que ya pedir procuración federal de protección al consumidor está fuera de su esfera.

El viernes, el Consejo Nacional de la Tortilla (CNT) se salió de las reuniones, diciendo que ante falta de diálogo no pueden tener acuerdos. PROFECO y SADER hacen fuercita federal para tener fuerza. Y uno acá comiéndose las uñas para saber si la presidenta nos cumple el bajar los 38 centavos de tortilla al año que nos prometió. Qué de sexenio.