Donde los círculos de amistad han adquirido precisión de algoritmo y exclusividad de club privado, la sociedad ya no se mueve como antes. La era de los grandes consensos, de multitudes indefinidas y masas sin rostro, ha sido reemplazada por un paisaje fragmentado, un mosaico de pequeñas tribus tejidas con los hilos invisibles de intereses compartidos, sostenidos por la tecnología. Las redes sociales, con su voracidad por segmentar y etiquetar, y los teléfonos inteligentes, con su capacidad para conectar al instante, han convertido al individuo en un engranaje de una maquinaria tribal.

Ahora los enojos salen en bloque, con la fuerza primitiva del colectivo. Taxistas. Los trabajadores del sector salud. Payasos. Conductores de Uber. Cada tribu vela por los suyos, unidos más por pertenencia a la manada que por razón o entendimiento.

Ayer los bodegueros de la Central de Abastos de Puebla alzaron su propio grito. Miles de comerciantes Un contingente que desafió la indiferencia de la ciudad desde sus calles. Marcharon para exigir algo que debería ser elemental: seguridad. Su protesta, detonada por el asesinato de Norma, una compañera de vendimia, es un grito que lleva años acumulándose en la mirada cansada de quienes cada día construyen un mercado que parece sobrevivir a pesar de todo, más que gracias a algo.

La Central es un símbolo. Representa la riqueza del campo poblano, el abandono de las autoridades, la precariedad de la infraestructura y la indiferencia que pesa como una losa. Sus calles —dignas del frente ucraniano del Dombás— testigos mudos lo mismo del esfuerzo cotidiano que del desinterés institucional.

Las condiciones de nuestro máximo mercado, de la cuarta ciudad más importante de 13ava economía del mundo tienen un centro de intercambio de bienes como el de Senegal, Bangladesh o Sudán, el del Sur, el peor.

Bajo varias bodegas, muchas de ellas construidas con esfuerzo y otras tantas sobre la incertidumbre, corren ductos de PEMEX, como venas clandestinas que alimentan al monstruo del huachicol. Una bomba de tiempo puesta para un escenario de tragedia similar a Tlahuelilpan o San Pablo Xochimehuacan.

El tianguis, la Central de Abasto, la mesa de colonos, la junta de padres. Todos ejemplos de lugares donde «marearse poquito» —esa expresión que condensa el conflicto sutil de la corrupción y el desgaste cotidiano— es la norma.

Estos cotos de poder, en su aparente insignificancia, son laboratorios sociales de la realidad. Son espacios donde las reglas no escritas de la sociedad se ensayan y se replican, donde los intereses individuales deben negociarse ante los colectivos.

En el fondo, los gritos de cada grupo —los del sindicato, los colonos, la junta de padres o el club deportivo— no son realmente gritos; son susurros que se pierden en el aire, demasiado débiles para ser escuchados por nadie más que por ellos mismos. Cuando el grito de cada grupo deje de ser un susurro aislado y se convierta en un llamado colectivo, cuando dejemos de marearnos un poquito en nuestros pequeños cotos de poder y asumamos la responsabilidad de construir algo más grande. Como en el amor, todo es empezar, comience con usted.