Aquí, en un país que es más desierto que cuerno de la abundancia, el maíz siempre ha sido lo único medio seguro. Desde antes de que hubiera gobiernos, antes de que las leyes dictaran qué se puede sembrar y qué no, el maíz era todo: comida, sombra, consuelo. Pero ahora lo quieren convertir en otra cosa. Quieren que sea el enemigo.
Dicen que el maíz transgénico no tiene moral. Que no entiende la tierra como el maíz de siempre. El maíz no sabe de política ni de identidad. Solo sabe crecer, abrirse paso entre las grietas, alimentar al que lo siembra y al que no. Lo de la moralidad no es recurso literario, ese fue uno de los principales argumentos de un panel mexicano que deja claro porqué perdimos la controversia T-MEC.
El maíz transgénico, modificado para resistir plagas y crecer en suelos ingratos, no es más que una herramienta. Sin embargo, lo han elevado al estatus de villano en una obra mal escrita, una distracción perfecta para un sexenio que no sabe qué hacer con la tierra ni con su gente.
Van a cambiar la Constitución, dicen que hoy mismo comienza esa ruta en el Congreso. Los artículos 4 y 27. Hablan de proteger a los maíces nativos, de que son la esencia del país, de que el maíz no debe mezclarse con laboratorios ni con manos extranjeras.
Es un discurso bonito, sí, pero vacío. Lo escuchas y parece que están cuidando algo sagrado. Pero cuando lees lo que escriben, todo cambia. El documento que justifica esta decisión es un desastre. Habla de tortillas y proteínas, de calorías y tradición. Dice que el mexicano promedio consume 328 gramos de tortillas al día. Eso es 12 tortillas. Dicen que con eso cubren el 39% de las proteínas y el 45% de las calorías en la dieta nacional. Eso es una mentira nutricional para que creamos que defender el maíz nativo es defender a México. No lo es.
Hace poco, los del T-MEC —que firmó AMLO— dijeron que prohibir el maíz transgénico es un error. Que viola el acuerdo, que nos metemos en problemas. Pero el gobierno no quiso oír. En lugar de corregir, endurecieron la necedad. Hablan de moral pública, de valores, de proteger a la gente. Pero la gente no come moral ni valores, se malnutre con tortillas.
La jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada, firmó un decreto declarando la capital libre de transgénicos. Un gesto político, nada más. El día siguiente, Claudia Sheinbaum lo respaldó. En las palabras de la presidenta científica resonaba más ideología que ciencia.
Hablan de defender la salud, la moral, la identidad. Pero detrás de sus discursos hay miedo. Miedo a perder el control, miedo a que el pueblo piense demasiado o coma demasiado bien.
Lo que realmente quiere este gobierno, aunque no lo diga, es un pueblo que no piense. Y el hambre es una forma muy efectiva de mantener a la gente ocupada en sobrevivir. 1 de cada 5 mexicanos están ahí. Porque un pueblo bien alimentado es un pueblo que se organiza, que reclama, que exige. Pero un pueblo con hambre solo pide pan, bueno, tortillas.
Todo apunta a que el sexenio de Sheinbaum sea donde más maíz se importe de EUA, menos maíz se siembre en México, y más cueste el kilo de tortilla históricamente. Así, tendremos un nuevo «maiziosare», ese extraño enemigo que, según el discurso oficial, amenaza con «profanar nuestro suelo». El enemigo no es tan extraño, somos nosotros mismos.