En México, las drogas no existen. No oficialmente. No en discursos de gobierno. Aquí no hay consumidores, solo narcos malvados que envenenan a la juventud, solo una lucha contra el mal, solo una superioridad moral que nos permite reclamarle a Estados Unidos su adicción, mientras pretendemos que aquí nadie toca una sustancia.
Pero hay un problema con las mentiras: a veces se pueden sostener con datos falsos. Otras veces, los datos son tan brutales que la única opción es esconderlos.
En 2016 se hizo la última Encuesta Nacional de Adicciones. Mostró algo obvio: el consumo iba en aumento. Se suponía que en 2022 habría una nueva encuesta, pero el gobierno de López Obrador la canceló. Dijo que no había presupuesto.
La presión de organizaciones civiles obligó al gobierno a ceder. Anunciaron una nueva encuesta, con el Conahcyt a cargo del muestreo. Ahí ya comenzaba a apestar. El levantamiento terminó en mayo de 2023. Hoy es 2025. Nunca se publicaron.
El martes, Claudia Sheinbaum intentó justificar el retraso. Dijo que los datos no permitían hacer comparaciones con encuestas anteriores. Que no podían establecer tendencias. Que había que buscar una nueva metodología. Es decir: la encuesta no sirve. O, peor aún, sirve demasiado bien y muestra lo que no quieren admitir. Aquí hay dos opciones:
La incompetencia. María Elena Álvarez-Buylla, la exdirectora del Conahcyt, hizo un trabajo desastroso. Fracasó en todo: vacunas, ventiladores, presupuesto. Ahora, su última herencia es una encuesta de drogas inservible.
La verdad. Y es que hay una posibilidad peor: que la encuesta sí sirvió. Que sí mostró tendencias. Que sí reveló que México es hoy un consumidor relevante de drogas. Que el mito de «México no consume, solo produce» se cayó de una vez por todas.
Porque ese ha sido el cuento del gobierno: México no tiene problema con las drogas. Las drogas son cosa de los gringos. Por eso nuestro reclamo constante: que dejen de comprarle a los cárteles, que cierren su frontera a las sustancias, que no nos culpen de su crisis de fentanilo. Porque aquí no pasa nada.
Pero sí pasa. Y cuando los datos empiezan a decir otra cosa, la respuesta es siempre la misma: esconder la evidencia.
Hoy, México lleva más de ocho años sin datos actualizados sobre consumo de drogas. Ocho años a ciegas. Nos quedamos entre mediciones que el consumo de marihuana se había ido al doble, la cocaína creció 50%. Los casos de fentanilo subieron 333%.
Pero eso es información vieja. Lo que pasa hoy, nadie lo sabe. O, mejor dicho, alguien sí lo sabe, pero no lo quiere decir.
Mientras tanto, el gobierno gasta en campañas absurdas moralinas. 300 millones de pesos en «Aléjate de las drogas». Como si la gente consumiera por diversión. Como si no lo hicieran para escapar. Como si no fuera este propio país el que empuja a millones a cualquier forma de anestesia.
Y aún con toda esta negación, hay algo más de fondo. Porque las drogas existen. Han existido desde siempre. No son una aberración moderna ni una deformación moral. Son parte de la historia de la humanidad, de los ritos, de las exploraciones personales, de la recreación, del placer. Pretender erradicarlas es una fantasía, una obsesión de gobiernos que sueñan con un ser humano perfectible, capaz de vivir sin vicios, sin excesos, sin buscar algo más allá de la sobriedad forzada. No existe tal ser humano, menos una sociedad formada por ellos.
El problema real no es el consumo. Es el mercado negro. Es el vacío regulatorio. Es que el Estado prefiera ceder el control a los cárteles en lugar de asumirlo. Las drogas recreativas pueden formar industrias. Pueden generar impuestos, empleos, investigación, desarrollo.
Los consumos se vuelven nocivos cuando se usan para evadir la realidad, ¿hace cuánto no se detiene a ver los infiernos de realidad con los que interactuamos en este país?