Si las vacas tuviesen la gentileza de darnos una entrevista, nos contarían que su destino-ya-decidido no lo decide la genética ni la alimentación, sino un pequeño arete amarillo que, con el empaque de la modernidad y la trazabilidad, promete mucho y cumple poco. En México, el arete SINIIGA debería ser la clave de la sanidad ganadera, el guardián de la pureza pecuaria, el detector infalible de bovinos extraviados y enfermos. Debería, porque en este país ese verbo nunca llega a conjugarse en presente.
El principio del arete es sencillo: cada animal debe portar su identificación única, como si llevara su CURP pegada a la oreja. Con eso se sabría dónde nació, quién lo crió y si en su historial hay algún episodio oscuro de enfermedades contagiosas. Algo así como un expediente clínico, sólo que más útil, hay 25 veces más rumiantes que tlaxcaltecas. En teoría, el sistema debía cerrar la puerta al contrabando de ganado, evitar que entraran reses sin pasado y, de paso, impedir la propagación de males sanitarios.
Pero llegó el gusano barrenador desde el año pasado y con él la revelación de que la sanidad ganadera mexicana tiene más agujeros que baches una calle poblana. Esta plaga, que no es otra cosa que un ejército de larvas devoradoras de carne viva, estaba erradicada desde hace décadas, pero malas decisiones de la 4T llevaron a nuevos capítulos de una serie cancelada. Ahora aparece una quincena sí y la otra también. Apenas el viernes pasado la frontera ganadera en Nogales, Sonora, se cerró parcialmente cuando se detectaron bovinos con llagas; los gringos siguen la pantomima porque cerrar la frontera totalmente es dispararse en el pie.
Aquí los aretes deberían hacer su trabajo. Deberían ser la prueba irrefutable de que cada res ha sido examinada, vacunada, certificada. Pero la realidad es que los aretes en México tienen menos credibilidad que un billete de lotería ya raspado.
Se falsifican, se venden, se prestan, se trafican con la misma discreción con la que se reparten los contratos públicos. Acá en Puebla lo puede conseguir hasta gente en la Central de Abastos.. Lo que debía ser un sistema de control sanitario es, en realidad, un mercado negro de identidades ganaderas donde una vaca guatemalteca puede volverse mexicana con más facilidad que un político cambiando de partido.
El desastre es tal que la Federación tuvo que intervenir en Chiapas, uno de los estados más porosos para el contrabando bovino. La semana pasada, el gobierno asumió el control de los aretes en la región, en un intento desesperado por poner orden donde nunca lo ha habido. El problema es que los aretes son solo el síntoma; la enfermedad es la corrupción, y esa no se soluciona con controles más estrictos, sino con un milagro.
El mismo día que la Federación metía mano en Chiapas, Oliver Chavarría Íñiguez, director de Administración e Informática de SENASICA (Servicio Nacional de Sanidad, Inocuidad y Calidad Agroalimentaria), reportaba el robo de dos millones de pesos en efectivo de su domicilio. Las obligaciones del puesto incluyen desde recabar todo el dinero levantado por la institución hasta administrar todas las bases de datos internas.
Nada de levantar cejas: es solo el equivalente a trece meses de su salario. Un ahorro ejemplar, sin duda, porque en este país hay funcionarios con disciplina financiera digna de cuáqueros. No se le puede acusar de nada, pero cuando la sanidad pública está podrida y alguien pierde esas cantidades en efectivo, uno no sabe de dónde viene el hedor.
Las llagas no son tan relevantes, en una de esas tampoco la pus. No es la carne lo que se está descomponiendo; es el país entero, un hato mal administrado con mentalidad de buey. No hay cura, ni vacuna, ni control, ni interés en tenerlas. El hedor persistirá, el ganado seguirá enfermo y el país, tarde o temprano, irá al matadero, famélico, rematado a precio de huesos.