Hay que decirlo sin rodeos: en México, la servidumbre no solo se tolera, se goza. Nos gusta que nos sirvan. Nos encanta que alguien nos cargue la bolsa, abra la puerta, eche gasolina, acomode los productos en el súper y, de paso, nos sonría como si fuéramos nobles en la corte novohispana. Suponemos, de ahí viene.
Aquí la dignidad se mide en qué tanto puedes evitar hacer por ti mismo y qué tanto puedes delegarle al pobre cabrón que gana por propina. Y con equidad de género, pero cabrona suena muy potente.
Ahora, con bombo legislativo —aprobado unánimemente en el Congreso hace una semana— se nos quiere vender como «avance social» el que cerillitos, despachadores de gasolina y vendedores en estadios tengan derecho a un salario mínimo. ¿Hasta ahora se les ocurrió que eso eran trabajos? ¿Lo son? Reforma con cara de justicia, pero cuerpo de remiendo. Una iniciativa que, como tantas otras, confirma que preferimos maquillar el cadáver que enterrarlo.
En México no solo toleramos la servidumbre. La celebramos, la institucionalizamos, le damos bata, mandil, franela y gorra con logotipo. Nos tranquiliza. Nos ordena el día. Nos ahorra las molestias. Por eso, más que un modelo económico, la precariedad es tradición. Y eso que llamamos trabajo —esa palabra que usamos seguido como sinónimo de esfuerzo sin sentido— es muchas veces un ritual de sumisión colectiva.
No se trata solo del Congreso. Esto sucede con la venia entusiasta de la sociedad mexicana, que cada vez que puede, se sienta en el trono moral del «es que yo sí dejo buena propina» como si eso fuera redención. Somos una sociedad que ama la servidumbre funcional. No la que esclaviza abiertamente, sino la que disfraza el abuso con familiaridad. «Ahí le dejo joven», decimos al darle diez pesos a un adulto mayor que pasa diez horas parado por una propina embolsando abarrotes. Y creemos que eso es justicia. Un salario mínimo es menos que esos diez pesos cada diez minutos. Y creemos que eso es justicia.
Lo verdaderamente doloroso no es que existan empleos absurdos en su mecánica y crueles en su compensación. Lo trágico es que los preservamos con afecto. Admitir que ciertos empleos deben desaparecer sería una traición a nuestro ADN clasista. Ese que viene de Mesoamérica, de la Nueva España, de sociedades que aún no se civilizan.
Nos encanta que alguien nos sirva, nos obedezca, nos sonría, nos diga «jefe», «patrón», «marchanta», «joven». No nos interesa la eficiencia o la justicia social, sino la fantasía del poder. Que el otro exista solo para facilitarnos la vida. Por eso el autoservicio no termina de gustar en México. Por eso preferimos pagar con propina que con sueldo.
Y cuando la 4T decide reducir la jornada laboral a 40 horas, hacemos fiesta como si hubiéramos inventado la rueda. Aquí, el trabajo sigue siendo penitencia, castigo y estatus. Se deja a la gente trabajar 46, 50, 54 horas por semana no para obtener trabajo de ellos, sino para dejarlos sumisos. Su tiempo es mío. Les poseo.
El gran crimen no es legislativo, es cultural. Es una sociedad que quiere avanzar, pero no soltar sus lastres. Que quiere derechos sin renunciar a sus privilegios.
La paradoja es fascinante: por primera vez en la historia de la humanidad, podemos imaginar un mundo donde las tareas serviles sean realizadas por máquinas. Sin cansancio, sin humillación, sin necesidad de propina. Pero ese futuro requiere decisión, inteligencia, voluntad política… y un mínimo de desapego al placer de mandar. ¿Estamos dispuestos?
No solo se trata de reemplazar personas, sino de liberarles del yugo de la simulación. De dejar de inventar empleos que solo existen para sostener jerarquías. De admitir, con madurez histórica, que hay trabajos que ya no deben ser, y otros que aún no existen pero que podemos construir.
El futuro, si queremos que sea menos miserable que el pasado, no necesita más servidumbres humanas. Necesita máquinas bien programadas y sociedades bien educadas. Menos aplausos al sacrificio y más exigencias de dignidad. Con eficiencia, con ciencia, con tecnología. Con la superabundancia que solo trae la técnica bien aplicada. Menos discursos heroicos sobre «el que lucha cada día» y más condiciones que permitan no tener que luchar tanto.