México tiene una extraña relación con sus mejores ideas: las convierte en planes de gobierno. Les cambia el nombre, las integra al discurso oficial y, finalmente, las esteriliza. Lo que pudo ser modelo, termina siendo propaganda. El caso del café poblano es el ejemplo más reciente —y más peligroso— de esa lógica.
Desde hace más de una década, el modelo de cafés de especialidad en Puebla no solo ha sido una propuesta económica viable para las regiones cafetaleras de nuestro estado, sino un proyecto civilizatorio silencioso. La devastación causada por la roya en los primeros años de la década pasada obligó a replantear el futuro de los cafetales. Cuando la plaga se contuvo, no se volvió al pasado. Lo que se sembró en esas tierras fue algo más que café: fue una nueva forma de entender la calidad, el mercado, el orgullo de origen. Variedades arábicas finas, procesos controlados, fermentaciones cuidadosas, cafés pensados no como mercancía masiva sino como producto con identidad.
El nuevo proyecto del gobierno federal, que busca convertir a Puebla en el principal proveedor nacional del café para las llamadas Tiendas del Bienestar —DICONSA de toda la vida—, huele más a imposición que a desarrollo.
María Luisa Albores, directora general de Alimentación para el Bienestar, anunció con entusiasmo que el precio de compra del café pergamino —el grano ya seco y casi listo para tostar— será de 75 pesos por kilo. Ese dato, presentado como una política de justicia social, es en realidad una amenaza directa para todo el modelo de especialidad que tanto trabajo ha costado levantar, pues esos 75 pesos están muy por debajo del precio que puede obtener cualquier productor que haya invertido en calidad, en procesos diferenciados, en acceder a mercados que pagan lo justo por un buen producto. Esa lógica destruye valor, no lo crea, y obliga a quienes apostaron por la calidad a resignarse a volver al volumen, a lo masivo, a lo barato.
Pero la política federal no llega sola. Puebla, además, ha decidido sumarse con su propia marca. El café «Cinco de Mayo», presentado con bombo y platillo en la Convención Nacional del Café Puebla 2025 hace unos días. Café soluble, marca estatal, proyección internacional. Soluble, en un país donde ocho de cada diez tazas se toman precisamente así porque es lo más barato que puede pagar una economía que vive al día. Soluble, no por gusto sino por necesidad.
Pero el problema no es solo el qué, sino el cómo. El soluble puede hacerse por aspersión o liofilización. Ignore lo técnico de que es cada uno, el primero es tres a cinco veces más barato. Adivinen cuál escogieron. Liofilización. Para preservar sabores que nadie va a buscar en un soluble, para un país que compra café por precio, no por notas de cata. Y, aun así, se quieren utilizar los mejores cafés poblanos (arábicas) para hacer una bebida que para entrar a las tiendas del bienestar tendrá que ser 10 a 15% más barato que en el mercado.
¿Entonces quién gana? ¿El productor? No. ¿El consumidor? Apenas. ¿El erario? Sangra. Contradicciones que sólo la Secretaría de Desarrollo Rural puede explicar. Porque eso es el café «Cinco de Mayo», su monumento al extravío técnico.
El gobernador Armenta pidió una salida al café con perspectiva social, porque tiene claro que el modelo de cafés de especialidad no ha podido lograr lo que podría, no ha distribuido justicia económica. Lo que recibió de su secretaria Ana Laura Altamirano parece más un agua de calcetín. Por cierto, ¿alguien le habrá informado al gobernador previamente que no van a poder utilizar el nombre “Cinco de Mayo” en el café, pues el registro ya está dado en San Luis Potosí?