Hace algunos días comenzamos un nuevo año, quizá con grandes ilusiones y proyectos. Sin embargo, seguramente ya nos ha salido al paso más de una dificultad, dejándonos espantados y confundidos. A fin de no quedarnos “atorados”, es preciso superar lo que llamo “Síndrome del Búho”, que mira mucho, pero entiende poco. Quien ve lo que le pasa sin comprender, no sabrá qué hacer con lo que le sucede –ni con lo bueno, ni con lo adverso-, corriendo el riesgo de perderse y naufragar.
Para que eso no nos suceda, el Señor, que ha creado con maestría todas las cosas, llenando la tierra de sus criaturas, a las que ha dado vida, nos dice: “Aquí está su Dios, que les llevará en sus brazos, y les atenderá. ¡Sí!; Él mismo nos atiende con amor enviándonos a Jesús, su Hijo predilecto, quien ha nacido de la Virgen María Belén, para liberarnos de la ceguera del pecado, y revelarnos de dónde venimos y hacia dónde vamos, y el camino que debemos recorrer para alcanzar una vida plena y eternamente feliz; vida que Él nos comunica en el sacramento del Bautismo, que hoy ha inaugurado en el Jordán al ser ungido con la fuerza del Espíritu Santo, que es el Amor”.
¡Qué maravilla!; el día de nuestro Bautismo, por el Espíritu Santo, a través del agua, gracias a la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús, Dios nos purificó de la infección mortal del pecado, e injertándonos en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, nos hizo hijos suyos, herederos y partícipes de su vida plena y eterna, que consiste en amar. ¡Somos hijos de Dios! ¿Acaso no nos gustaría que a cada uno el Padre pudiera decirnos: “Yo en ti me complazco”? ¡Ese sería el verdadero triunfo en la vida: complacer a Dios, viviendo en plenitud! Pero ¿cómo lograrlo?; imitando a Jesús, el Hijo predilecto, Modelos de humanidad perfecta, quien nos enseña que la verdadera victoria en la vida se encuentra en la santidad, que es amar.

Para alcanzar el verdadero éxito en la vida: “contemplar el rostro de Cristo”


Así como los que practican algún deporte aprenden mirando a los atletas que han triunfado, de igual manera, para alcanzar el verdadero éxito en la vida, debemos “contemplar el rostro de Cristo”, a través de su Palabra y de los sacramentos, y aprender su programa para estar “en forma”: la oración. Hoy, precisamente después de ser bautizado, encontramos a Jesús orando. La oración es un diálogo de amor, que nos une a Dios, y nos permite, con su luz, ver las cosas con claridad, para decir bien. A veces argumentamos que no tenemos tiempo para orar porque hay muchas cosas qué hacer. Sin embargo, si dedicáramos un rato a la oración, decidiríamos mejor y seríamos más eficientes en nuestro actuar, al saber hacia dónde vamos.
Cuando oramos no pretendemos cambiar la voluntad de Dios para que haga la nuestra, sino que pedimos su gracia para que nuestra voluntad se conforme a la suya, que nunca se equivoca y que siempre busca nuestro verdadero y eterno bien. Esta confianza es una de las dimensiones del don maravilloso de la fe que recibimos en el Bautismo. La fe no es “un cúmulo de paradojas incomprensibles” ni es renunciar a comprender –como afirmaba el Papa Emérito Benedicto XVI-, sino “captar el fundamento sobre el que nos mantenemos como sentido y como verdad”. Ya que “la fe cristiana… trata… de Dios en la historia, de Dios hecho hombre” para nuestra salvación, quien nos muestra cómo alcanzar la vida plena y eterna que Él nos ofrece, a pesar de los sufrimientos y dificultades que podamos encontrar en esta tierra.
Por eso es indispensable unirnos a Él mediante la oración, que puede ser de petición de ayuda, de acción de gracias, de alabanza, de adoración, de contemplación, o de escucha. Sea cual sea su modalidad. La oración no nos aparta de nuestros compromisos familiares y sociales, ni de la realidad, sino que, como enseñaba el Papa Juan Pablo II: “Abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también el corazón de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios”. Y su designio es que, como Él, seamos “lumbreras en medio del Mundo… fuerza vital para los demás”, como enseñaba San Gregorio Nacianzo. Así complaceremos a Dios, siendo hijos predilectos que saben, con Jesús y como Jesús, qué hacer con lo que sucede, porque saben de dónde vienen y hacia dónde van.