Hace más de 480 años un hombre llegó con dificultad a la incipiente Nueva España. Venía de Veracruz y, como todos en esa época, hizo el trayecto a pie y a lomo de mula. El recorrido debió haber sido tortuoso: el sujeto, Miguel de Palomares, tenía la salud afectada y con seguridad renqueaba. El hallazgo de sus restos, en abril de este año, permitió corroborar que padecía algunas “deformaciones naturales” en los huesos.

De Palomares no fue un hombre común en las tierras recién conquistadas por los españoles. Era un religioso que formó parte del primer cabildo eclesiástico de la Catedral de México, en funciones entre 1528 y 1540. “Estos primeros clérigos tuvieron una misión muy importante: sentaron las bases para la fundación de la iglesia en México y la conformación de la nueva nación, de la nueva sociedad; después de la conquista armada siguió la evangelización en la que jugaron un papel fundamental”, dice Raúl Barrera, supervisor del Programa de Arqueología Urbana (PAU) del Museo del Templo Mayor.

“Por primera vez en la arqueología de la Ciudad de México están identificados los restos, es el primer canónigo que se encuentra y es muy importante. Don Miguel de Palomares murió antes incluso que fray Juan de Zumárraga, en 1542”, dice el arqueólogo que, entusiasmado, cuenta que debió haber conocido también al primer Virrey de la Nueva España, Antonio de Mendoza “y muy posiblemente” a Hernán Cortés.

Dar con la identidad del religioso fue un trabajo relativamente fácil: los arqueólogos mexicanos encontraron su lápida mortuoria a sólo 1.25 metros del nivel de la calle, justo enfrente de la actual Catedral Metropolitana, cuando el gobierno de la Ciudad de México les solicitó supervisar la excavación de ocho pozos para cimentar una serie de luminarias. El lugar, explica Barrera, corresponde al lugar exacto donde estuvo la nave principal de la primera catedral, construida por órdenes de Cortés y originalmente orientada de poniente a oriente.

Los restos fueron enterrados dentro de la nave y seguramente muy cerca de un altar que ahí existió”, dice. La excavación reveló rastros de la añeja arquitectura, “encontramos muros de mampostería de unos 80 centímetros, de la primera catedral, restos de pisos e incluso aplanados con pigmento rojo”. Pero la joya de la corona que estaba destinada a los investigadores fue sin duda la lápida de De Palomares, una gruesa laja de piedra partida por la mitad, en la que aparece la descripción que dio identidad a los restos óseos que resguardó por años.

Al pudridero

La importancia de Miguel de Palomares no está en duda: los investigadores ahora saben que sus restos fueron colocados mucho después de su muerte en el lugar donde los localizaron. Cada uno de los huesos fue limpiado y acomodado. La presencia de 46 clavos hace pensar que fueron llevados en una caja que se desintegró con el paso de los años y por las condiciones del subsuelo; un detalle en las articulaciones reveló también que el cuerpo sin vida del clérigo debió permanecer antes en un lugar que se antoja tétrico: el pudridero.

Se trata de un entierro secundario, fue exhumado en otra parte y colocado ahí ya no en su posición anatómica sino como un acumulamiento de huesos, pero ordenado: las costillas estaban acomodadas en un solo bloque; las falangues, en pequeños grupos. Algunos huesos presentaron todavía articulaciones, lo que quiere decir que antes estuvo en otro lugar y después fue llevado bajo su lápida”, explica Barrera. La costumbre indica que los restos de los clérigos importantes deben permanecer antes en el pudridero para que la materia orgánica termine por descomponerse y sus restos sean colocados después en su estancia definitiva.

Otro dato dio más pistas a los especialistas: de todo el esqueleto sólo faltaba un fémur que Barrera piensa que pudo haber sido extraído con la intención de convertirlo en una reliquia. El resto estaba ahí: “El cráneo está en muy buenas condiciones, la dentadura está casi completa, sólo falta el fémur y puede ser por una cuestión de tipo sagrado. Palomares tenía entre 42 y 44 años cuando murió, medía alrededor de 1.70 y tuvo muchas afecciones de salud, muchos problemas para caminar”.

La lápida mortuoria del canónigo, asegura Barrera, ya ha sido completamente estabilizada y actualmente se estudia la manera de mostrarla al público en una exposición temporal del Museo del Templo Mayor. Los restos óseos, por el contrario, seguirán siendo objeto de estudio; con ellos los científicos quieren revelar toda la identidad del religioso: desde la región exacta de donde nació, su alimentación, los padecimientos que realmente tuvo y las causas de su muerte, así como sus características fisiológicas.

Nota completa aquí.