Seguramente, todos anhelamos ser felices. Sin embargo, quizá nos preguntemos si esto es posible, sobre todo cuando padecemos enfermedades, depresiones y miedos; cuando nos sentimos frustrados, solos, incomprendidos y rechazados; cuando tenemos problemas en casa, en el noviazgo, con los amigos, en la escuela o en el trabajo; cuando enfrentamos una necesidad económica, y vivimos en un mundo lleno de injusticias, inseguridad, corrupción, violencia y muerte. ¿Cómo enfrentar todo esto?
Unos dicen que disfrutando toda clase de adicciones al sexo, al consumismo, al juego, al alcohol, a la droga y a emociones extremas,, usando a la gente como objeto de placer, de producción y de consumo, sin preocuparse por nadie. Y para evitar cualquier mal, aconsejan llenarse de “energía” y usar algún amuleto para la “suerte”. Pero ¿qué pasa luego de haber seguido estos consejos? Que terminamos peor que antes: desilusionados, insatisfechos, confundidos, desesperados y solos.
Sin embargo, Dios, que nos creó para la felicidad, no nos abandona. Él, “nuestra esperanza, nuestra ayuda y nuestro amparo” (Cfr. Sal 32), nos muestra el camino de la dicha plena y eterna a través de su Hijo, que se encarnó por obra del Espíritu Santo de la Virgen María para destruir la muerte y hacer “brillar la luz de la vida y de la inmortalidad” (Cfr. 2ª. Lectura: 2 Tim 1,8-10).
Por eso hoy nos repite lo que dijo a Pedro, Santiago y Juan: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”.
¡Escuchemos a Jesús! Él, en su camino hacia el amor hasta el extremo de dar la vida, nos muestra en su transfiguración su divinidad, para invitarnos a mirar más allá de las penas presentes y descubrir lo que Dios nos tiene reservado al final de esta peregrinación terrena: una vida plena y eternamente feliz, que alcanza quien vive intensamente en la tierra, amando a Dios y amando al prójimo. “Nadie tema el sufrimiento por causa de la justicia —decía san León Magno—, nadie dude que recibirá la recompensa prometida, ya que a través del esfuerzo se llega al reposo” (Sermón 51, 3-4.8).
Quizá hasta ahora hemos vivido de otra manera. Pero hoy, como hizo con Abraham, Dios nos llama a salir de la pequeña y asfixiante prisión del egoísmo para alcanzar algo infinitamente más grande e incomparable (Cfr. 1ª. Lectura: Gn 12, 1-4.).
¡Lancémonos a la gran aventura del amor! Subamos con Jesús al “monte” de la oración, lugar de encuentro con Dios, y dejemos que la luz de su amor nos irradie, escuchando a su Hijo amado, que nos habla en su Palabra y sus sacramentos.
Así, con Cristo y como Cristo, podremos bajar a nuestra vida de cada día, para dar amor al cónyuge, a los hijos, a papá, a mamá, a los hermanos, a la novia, a los compañeros de estudio o de trabajo, y a cuantos nos rodean, especialmente a los más necesitados. Y si enfrentamos alguna dificultad, recordemos que, como decía Benedicto XVI, “incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga”(Angelus, 4 de marzo de 2012). Él nos hace ver que quien vive amando “se hará merecedor a la gloria del Reino Celestial” (San Hilario, in Matthaeum, 17). ¡Vale la pena escuchar y seguir a Jesús por el camino del amor!