Un joven pintor tenía una meta clara: triunfar. Por eso pidió un consejo al famoso pintor Jean Auguste Ingres, quien le dijo: “¡Copia, copia a los grandes pintores!”, a lo que el muchacho repuso: “Pero hay muchos copistas que no han llegado a ser grandes artistas”. Entonces Ingres respondió: “Es cierto, pero ningún gran artista ha dejado de ser primero buen copista”. Seguramente usted y yo tenemos una meta clara en la vida: ser felices. Pues hoy Dios nos muestra a aquel que puede enseñarnos el camino que conduce a la dicha plena y eterna: Jesucristo. Por eso nos dice: “Este es mi Hijo, escúchenlo”.
Quizá ante las dificultades, incertidumbres y sufrimientos de la vida nos preguntemos ¿cómo ser felices, sobre todo cuando se padece una enfermedad, una crisis o una depresión; cuando nos sentimos fracasados, incomprendidos, rechazados y solos; cuando las cosas no van bien en nuestro matrimonio, con la familia o en el noviazgo; cuando tenemos problemas en el trabajo y en la escuela, y grandes preocupaciones económicas; cuando hay tanta injusticia y violencia en el mundo, y alguna persona que amamos está sufriendo o ha muerto?
Con frecuencia escuchamos muchas voces que nos aturden con “recetas de felicidad”: “piensa solo en ti”, “vive el momento”, “compra esto o aquello”, “dale a tu cuerpo lo que pida”, y seguramente, después de seguir al pie de la letra estas instrucciones, hemos acabado peor que antes: insatisfechos, confundidos, desilusionados y solos, comprobando que “resultó peor el remedio que la enfermedad”, como dice el viejo refrán. ¿A caso no nos ha sucedido que algo que quisimos con todas las ganas y la pasión, una vez que lo tuvimos, no nos llenó tanto como pensábamos?
Jesús, cumplimiento de la ley y de los profetas, nos muestra el camino
Dios, que es nuestra luz y salvación, sabe que anhelamos ser felices. Por eso ha enviado a Jesús, cumplimiento de la Ley y de los Profetas, quien nos conduce a la dicha verdadera, plena y eterna. De ahí que el Padre nos diga, casi en tono de súplica amorosa: “¡Escúchenlo!”. “¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! – exclamaba el gran Papa Juan Pablo II-. Abrid a su potestad salvadora los … Estados, los sistemas económicos… políticos, los amplios campos de la cultura, de civilización, de desarrollo. Él nos enseña qué hacer para poner todo a nuestro servicio, y nos descubre que más allá de los dolores, sufrimientos y problemas de esta vida, estamos llamados a una felicidad total y sin fin, a la que se llega por el camino del amor.
Eso es precisamente de lo que habla en su Transfiguración con Moisés y con Elías: de su pasión, es decir, de su amor sin límites, sostenido en las dificultades, que le hace capaz de dar la vida para dar vida a los demás. Amor fiel y paciente, aún en los momentos de mayor incomprensión y dolor. Un amor más fuerte que el mal y que el pecado, y más poderoso que la muerte. Transfigurándose, Jesús nos quita el temor haciéndonos ver el futuro maravilloso que nos espera si, con Él y como Él, vivimos la radicalidad del amor, “transfigurando” el amor de Dios a los demás, irradiando fe y esperanza a los que nos rodean.
Hoy Jesús, mostrándonos la meta, nos alienta a no dejarnos desalentar por los obstáculos. San León Magno decía: “Nadie, por tanto, tema el sufrimiento por causa de la justicia; nadie dude que recibirá la recompensa prometida, ya que a través del esfuerzo se llega al reposo (…) Ya se trate de cumplir sus mandamientos o de soportar la adversidad, debe resonar siempre en nuestros oídos la voz del Padre, que desde el cielo dijo: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco.