Uno de los grandes interrogantes sobre el desarrollo y el progreso de las personas y de los pueblos radica en la importancia y la necesidad de los bienes materiales. Sin embargo, éstos no siempre han tenido una objetiva comprensión y empleo, sino que pronto han depravado el espíritu humano, convirtiéndose en la finalidad de toda existencia y, por lo tanto, en la razón de muchas injusticias y, en definitiva, una latente idolatría.
Ante este hecho, el profeta Amós habla del destino de los disolutos, no como una amenaza de quien busca la venganza, sino que señala la natural consecuencia de las decisiones asumidas desde la presunción y la excesiva confianza de quien ha querido poner su seguridad en los bienes terrenos: “Se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes, comen corderos del rebaño y terneros del establo… pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José”.
En el salmo 145 encontramos un canto de esperanza para un pueblo que ha sido oprimido por los grandes y poderosos de este mundo, pero que antes de perder la cordura en acciones contrarias a su dignidad e integridad, espera la manifestación gloriosa de Dios.
En el evangelio, Lucas nos presenta una nueva enseñanza a partir de la distinción de dos grandes mundos: por un lado, el rico que a diario celebra grandes banquetes, fruto de su fortuna que es aparentemente interminable; por otro lado, la miseria de un mendigo, Lázaro, quien tiene que conformarse con las migajas que caen de la mesa del rico. El desenlace de ambas historias nos abre a la contemplación de los propósitos perseguidos en la vida de cada uno: el cielo, lugar de consuelo, o las llamas, son entonces fruto de una decisión, que en el peregrinar aquí en la tierra es todavía reversible, no así una vez llegado al lugar para que el se ha trabajado.
Esta realidad fue asumida con madurez de fe desde la predicación apostólica: hoy escuchamos de san Pablo, al dirigirse a Timoteo, uno de los pastores de las comunidades paulinas, la puntual exhortación: “Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre.” Tenemos, además, otros vestigios de la promoción y vivencia de lo que hoy llamamos dimensión social del evangelio: el mismo Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, nos ofrece un reporte del estilo de vida de la iglesia naciente: “Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común” (Hc 2,44); y la Carta a Diogneto dice: “siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble.”
La culpabilidad del rico del evangelio siempre está en oposición a quien vive miserablemente y a quien él debería haber sacado de ese mal para evitar llegar al “lugar de las llamas”. Cuando el rico vive su situación de desgracia, sin vuelta atrás, pide y ruega que Lázaro le refresque su lengua con la punta de sus dedos, o que se le mande para que advierta a sus hermanos. Con esto se quiere poner el dedo en la llaga como conciencia crítica expresada de una forma semiótica por la figura del pobre, que tiene un nombre propio, a quien él debería haber liberado. Y es que la riqueza en sí no es neutra, ni se recibe nunca como bien discriminatorio, como muchos defendían en la mentalidad del judaísmo del tiempo de Jesús y del cristianismo primitivo.
La acumulación de riquezas es injusta; pero es más injusta todavía cuando al lado (y hoy, “al lado”, por los medios de comunicación, pueden ser miles de kilómetros) hay personas que ni siquiera tienen las migajas necesarias para comer. A nosotros nos corresponde ahora como cristianos asumir el desafío de hacer presente a Dios que “hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos”, pues el mismo que nos llama a vivir en comunión con Él, es el mismo que nos envía al pobre con un nombre concreto, con una historia particular, con necesidades específicas que, en la medida de nuestras peculiares fuerzas y capacidades, podemos subsidiar solidariamente. No olvidemos, por lo tanto, ni enterremos los dones que hemos recibido, ellos no son propiedad privada sino el signo de la confianza depositada por Dios en el corazón de cada persona, capaz de compasión, bondad y misericordia, para ser compartidos con los hermanos.
Por P. Fernando Luna Vázquez