Todavía estaba oscuro el primer día de la semana, cuando María Magdalena fue al sepulcro. Parecía que las tinieblas del pecado, del mal y de la muerte habían vencido para siempre. ¡Cuántas veces nos sentimos en tinieblas al mirar un mundo plagado de egoísmo, donde la gente es reducida al rango de objeto de placer, de producción y de consumo; un mundo oscurecido por la injusticia, la pobreza, la soledad, la indiferencia, la violencia y la muerte!

Pero entonces sucedió lo inimaginable: ¡La piedra que cerraba el sepulcro había sido removida! ¡El amor, la libertad, la verdad, la justicia y la vida han triunfado! Sin embargo, María Magdalena, ofuscada por la oscuridad, no lo comprendió; corre a hacia los apóstoles para decirles: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”. Como ella, algunos, ante la difusión del mal, quizá también exclamen: “¡Nos han quitado a Jesús! ¡Hasta sus restos nos han robado! ¡Se ha terminado la cultura cristiana, base de nuestra civilización! ¡Todo está perdido!”.

Pero aquellos que unen fe y razón saben leer los signos del resucitado. Como el discípulo que, luego de Pedro, entró en el sepulcro, vio y creyó. ¡Cristo ha resucitado! ¡El perdón ha surgido resplandeciente del sepulcro! “Que nadie tema la muerte —comenta san Juan Crisóstomo— porque la muerte del salvador nos ha librado... ¡Cristo ha resucitado! y la vida ha surgido”. Cuantos creen en él, dice san Pedro, “reciben por su medio el perdón de los pecados”. ¡Porque la misericordia de Dios es eterna! 

La resurrección de Cristo disipa las tinieblas de la soledad, el sinsentido y la desesperanza. Nos da la oportunidad de resucitar con él a una vida nueva, plena y eterna, poniendo nuestro corazón en los bienes del cielo, que son la comprensión, la bondad, la justicia, el servicio y el perdón; en una palabra: el amor.

“¡No nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestras vidas! —nos pide el Papa Francisco— No nos encerremos en nosotros mismos, no perdamos la confianza, nunca nos resignemos: no hay situaciones que Dios no pueda cambiar, no hay pecado que no pueda perdonar si nos abrimos a él”.

Busquemos las cosas del cielo, es decir, busquemos a Dios. Escuchémoslo cuando nos habla en su palabra. Recibamos la fuerza que nos da en sus sacramentos, sobre todo en la Eucaristía dominical. Platiquemos con él en la oración. Así, llenos de su amor, podremos desarrollarnos integralmente y contribuir al auténtico progreso de nuestra familia y de la sociedad; un progreso que llegue a todos, especialmente a los más necesitados. 

¡Demos testimonio de Jesús! Sólo él es capaz de dar sentido y plenitud a todas las cosas. Él, con su resurrección, nos demuestra que el amor es el auténtico poder capaz de transformarnos y de transformar nuestra familia y nuestro mundo, y de ofrecernos una vida plena y eternamente feliz. ¡Cristo ha resucitado! ¡Dios está con nosotros! ¡Seamos testigos de esta gran alegría!