¡Los mariachis callaron! No encuentro otra frase para expresar lo vivido, la impresión que tengo de lo ocurrido en las horas después de terminada la corrida, muerto el sexto de la tarde, el domingo pasado. Y es que cientos de voces, de plumas que escriben, de manos que le dan a la tecla, de pronto callaron y de súbito se silenciaron. Llevaban más de dos años elogiando lo mismo: lances de recibo, rodillas en tierra pegados a “la trágala”; pares de banderillas al “violín” o muchos al “violonchelo”, pares de cortas y largas puestos a cabeza del toro pasada. Muchos, sí, puestos en situaciones comprometidas, pero siempre despegando los pies del suelo, sin asomarse al balcón, muchas veces con uno de los palitroques cayendo al suelo, y luego faenas con trapazos sin ton ni son, sobre todo eso: sin son, que torear al son es llevar al toro según su son, pero al son que manda una muleta con temple.
De pronto, ante una faena realizada por un chaval —no tan tierno, tiene 26 años de edad y ni siquiera uno de alternativa—, en su segunda tarde en la Gran Plaza, faena hecha con el cuerpo sudando el terno de luces y el rostro empapado en lágrimas, sudor del esfuerzo y la tensión tan tremenda que representa ser torero con el peso de tres generaciones atrás (padre y tío paterno; abuelo y bisabuelo) y lágrimas de una emoción incontenible de verse vestido de luces, envuelto en un capote de paseo que también, como dice el “Paso Doble”: "La Virgen te cubra, te cubra su santo mantón”. Cubrió, protegió y bendijo a quien en arrebatos de fe en esa Santa Madre del Tepeyac confió.
Verse así ante tan tremebundo compromiso en la misma plaza en la que su padre fue Rey.
De pronto las voces callaron, quienes fueron realmente honestos confesaron haber llorado, algunos sin saber por qué, pero todos reconociendo una profunda emoción.
Y es que no habían visto en los últimos años —y los más nuevitos nunca— un toreo expresado de esa manera. Me explico, o trato de explicarme: si en el universo de los toros se acepta que sí hay, que sí existe una escuela de toreo a la mexicana, hecha de puro sentimiento, con faenas como la realizada a “Charro Cantor”, toro de “Los Encinos”, este toreo encuentra su máxima expresión como lo es todo lo mexicano, en un arte puro construido con manos mestizas que lo hacen sufriendo y a la vez gozando, porque eso es precisamente el sentimiento: sufrir gozando, que no es lo mismo que gozar sufriendo porque eso se llama masoquismo.
Lo nuestro, que viene, que surge, parafraseando a Carlos Fuentes, como “Un espejo enterrado”, fruto de una herencia ancestral, que en gran parte, sino es que en un todo, se hereda de padres a hijos. Y eso, es, debe ser, de seguro será el toreo de Diego, que le heredó su padre “El Rey David” y que le dictó en lecciones de amor y ejemplo, cuyos fundamentos son: ética, estética y patética. Estas fueron las tres características del toreo de su padre: Patético, sobre todo en los últimos años. Ética, con toreo verdad, siempre ético, aún en los momentos en que su estado físico le impedía irse de los toros, al estar frente a ellos y vivir sin torear ¡le era imposible!
Quizá, volviendo al inicio de éste artículo, eso fue lo que paralizó, silenció a quienes nunca antes habían visto el toreo verdad. Y dejó la Estética al último, porque eso fue lo que heredo “El Rey David” de su padre Juan Silveti, llamado “El Tigre” un toreo ejecutado a más de con gran verdad, con una estética, toreo de época, de dinastía.
A todo ello agreguemos la herencia que viene de más atrás del bisabuelo “Juan sin miedo”. Creo que esa es la verdad del toreo de Diego Silveti. Enhorabuena por la fiesta, sobre todo la nuestra que tan necesitada estaba de toreros, ya no digamos figuras porque ahora cualquiera se siente y se lo cree, o se los hacen creer los aduladores.
Quedémonos con el toreo de Ética, Estética y Patética, que Diego lo tiene, sobre todo la gran verdad de tirarse a matar cuando ya un numeroso grupo de parroquianos dizque pedía el indulto. Lo más fácil y cómodo era fantochear e irse por el indulto que arrastra la polémica, pero eso lo hace cualquiera.
Lo otro, tirarse a matar entregando el cuerpo y todavía al darse cuenta que la espada no entraba, empujar con el corazón, eso sólo es de los valientes, de los profundamente comprometidos consigo mismo y con todo el bagaje de la herencia familiar. Indudablemente que el matador Alejandro, desde el callejón mucho tuvo que ver en esto.
Ahora la palabra la tiene el doctor Herrerías: o nos presenta a los tres en un sólo cartel (Juan Pablo Sánchez, Arturo Saldívar y Diego Silveti), o —como debe ser— los va acartelando de dos en una tarde y el triunfador con el tercero en otra; luego... ¡Ya Dios —que está muy ocupado en otras cosas, pero también pendiente de su amada fiesta— dirá!
¡Los mariachis callaron!
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