Lo conversaban a mi lado. “No se vale sólo criticar”, decía el empresario. “También, hay que proponer soluciones”, completó. “Es muy fácil juzgar lo malo” -apuntaba el apoderado- “el asunto está en aportar algo”. Supongo que era un “te lo digo Juan, para que lo oigas Pedro” con la mira apuntando al que esto escribe y sin los inconvenientes de particularizar, cosa que ya sería entrar en materia puesto que se verían obligados a dar más justificaciones que una hija soltera embarazada. Es cierto, a mí me gusta despotricar a gusto y disparar a lo que se pone a tiro. Lo veo como una terapia para evitar la colitis y las piedras en la vesícula. Alguna vez oí decir al doctor Frank Loveland, profesor de teoría literaria, que la literatura es hija de la frustración. Se los explico con nuestras palabras: Si le propones a la mujer de tus sueños hacerle la faena en un palmo de terreno y acepta, pues te vas con ella y la bordas con temple exquisito. Si, por el contrario, ella contesta que niguas y te da puerta por manso. Te metes a una cantina, le pides al mariachi Paloma querida y te pones a borronear poemas. Por lo tanto, escribo para aminorar la frustración. Eso no quita que a veces se me ocurra algo útil y por supuesto, tengo algunos remedios.
No diré que la solución sería que en las plazas de nuestro país, empezando por la México, cuando se anuncie una corridas de toros por la puerta de toriles salga eso, toros. No novillos ni cornúpetas inválidos, sino merengues con toda la barba y en su plenitud. Aquí va un episodio reciente con el ánimo de ejemplificar: Tradicional corrida de toros del día de Navidad, subrayo lo de toros, Apizaco. A la arena de la Monumental saltaron siete novillos, casi todos capachos, ondeando en los lomos la divisa de don Fernando de la Mora. En un exceso, Ignacio Garibay con todo lucimiento y pretensión, mató un becerro. Ya me dirán ustedes, la gente silbó un ratito y luego, tragó el embuste.
A su vez, podría proponer que los ganaderos se unan y consigan que se reduzca, y mucho, la medida de la puya. Una vez refinado el punto, que se cumpla con el reglamento y -por si las moscas- que cada vez que se vaya a cumplimentar el tercio de pica, que un inspector de callejón verifique que la misma sea la reglamentaria.
Pero, vamos a dejar a atrás las utopías. Convencido como estoy de que quien soporta constantemente una injusticia acaba por convertirse en cómplice, mi propuesta apunta a otra dirección. Somos los aficionados los que tenemos que despabilar, porque si no, nadie va a hacer nada por nosotros. Los conformistas habrán de volverse exigentes. La fiesta la manejan los empresarios, los apoderados, los toreros y los sindicatos de coletas. Ellos, en su zona de confort donde no cabe la vergüenza torera, jamás inventarán algo que dificulte la tauromaquia facilota que nos ofrecen tarde a tarde. Es como si se pretendiera que los gatos discurrieran reglamentos para defender los derechos de los ratones, o como contratar a un empleado analfabeto para poner orden en una biblioteca.
Puestos a hacer amigos, nos queda un camino más corto y seguro, el de la bronca fenomenal cada tarde y hasta que las cosas cambien. Bronca que no apague ni diez largas cambiadas de rodillas, tampoco el puyazo que parte en dos la protesta, sabedor el público de que una vez picada la sardina, ya no puede hacerse nada. Una bronca inconmensurable. Un basta ya espetado a cojinazos, y si los cojines, que en su día asustaron al mismísimo maestro Rodolfo Gaona, ya no pesan, entonces habrá que emprenderla con una silbatina que no amaine hasta que el diestro –debería escribir siniestro- se meta entre barreras. Una bronca que amedrente a los toreros abúlicos, tramposos y a los mediocres. Un basta ya enérgico y justiciero. Que el que vea su nombre anunciado en un cartel sepa a qué atenerse. Matizo: el domingo pasado a Lupita López le salió el único toro fuerte y bravo de la tarde. Dos veces le arrancó el capote de las manos. Con cara de “guat” volteó a mirar a su apoderado. La solución fue de lo más prudente: Liquidar el asunto con un multipuyazo de larga duración. Por supuesto, el animal quedó inservible.
Se impone terminar con los regocijos de nuestra fiesta ficticia y triunfalista. Dijo Gustave Flaubert -palabras más, palabras menos- que tres cosas hacen falta para alcanzar la felicidad y son: ser imbéciles, egoístas y gozar de buena salud. Ustedes me van a perdonar, aquí los imbéciles han sido los que aplauden cualquier intrascendencia bordada a erales engordados. La parte del egoísmo corre a cargo de truhanes de coleta y de los hampones que los administran y en cuanto a la salud, con unas cuantas broncas descomunales ya verían como las autoridades le pondrían atención al agonizante toreo mexicano. Nunca falla, las mentiras, trampas, añagazas, fullerías e injusticias repetidamente arrimadas, siempre se acaban por solucionar con una buena revolución.
Remedio infalible
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