Hoy amanecí metafísico o medio mafufo, como quieras verlo.
Este año 2016 es un año muy especial para los numerólogos, porque es un año cuyos números suman 9 (2+1+6 = 9) y el 9 es un número que significa el final de algo.
Todo este rollo quiere decir que este va a ser un año cuando van a dejar de existir un montón de cosas, de costumbres, ambiciones, sueños, amores y demás cosas a las cuales nos aferramos y queremos que persistan o que se realicen a juerzas, como diría Don Rafáil.
Uno tendrá, desde luego, la opción de ponerse perro y hacer que eso que se quiere ir se quede o se logre a chaleco, pero si eso sucede (si se queda aquello) nos va a ir como en feria y al final acabaremos mentando madres por lo que obtuvimos —según dicen los entendidos—.
Dejar ir las cosas o lo que sea, es un arte, porque es el desprendimiento de algo, una especie de pérdida y, toda pérdida es dolorosa. La vida me ha enseñado que si hay algo verdaderamente difícil de desprenderse es de los conceptos que uno tiene, de las ideas que uno se ha formado sobre algo o alguien. Desprenderse de la idea, del concepto que uno tiene sobre una persona o sobre algo es doloroso, porque significa que “yo puedo estar equivocado” y yo soy perfecto, el dueño de la verdad única y verdadera, lo cual es una verdadera tontejada.
Uno debe preguntarse ¿por qué detesto a ese papanatas? O, ¿Por qué lo admiro tanto?
La respuesta es sencilla: Lo detesto porque hay algo de mí de ese babas, porque lo que detesto de él —sin darme cuenta— vive en mí. Y si lo admiro, es porque es algo que, también sin darme cuenta, vive dentro de mí. Por eso nos es tan difícil desprendernos de los conceptos.
Pero este año es 9, tenemos el chance de dejar ir todas esas tarugadas y, no retener lo que obviamente “ya quiere desaparecer”.
Por lo pronto, yo ya me desprendí de este texto, no por el 9, sino porque ya me ardieron los ojos.