Eso de cumplir años a cierta edad es un drama bipolar. Por un lado piensas: —Uta qué bueno que llegó, yo pensé que no llegaba—, y por otro, —“Híjole, como que ya me estoy acercando a rendirle cuentas al creador—.
Empieza uno a ver a los que nos abrazan para felicitarnos y uno piensa: ¡Coño! Que viejo se ve mi compadre, a mi comadre ya se le colgaron los cachetes o, ¡Qué bruto, como ha crecido mi sobrina!
Como dicen los sabios, “viejos los cerros”. Por fortuna o en defensa propia, uno ve más viejos a los demás. Un viejo pariente me decía, y con razón:—viejo es aquel que tiene veinte años más que tú”—. 
Y es muy cierto. Para una chava de veinticinco años es viejo alguien de cuarenta y cinco, para el de cuarenta y cinco es viejo el de sesenta y cinco, y así sucesivamente. 
Aunque hay que reconocer que, hay cuates de la edad de uno que pareciera que les hicieron brujería o que bañan con jugo gástrico.  
La verdad, es que no sé porque festejamos los cumpleaños si cada día que vivimos es un día menos de nuestra bellaca existencia. 
Por otra parte, la palabrita “cumplir”, me suena como a obligación, y para acabarla de jorobar, tengo que “cumplir años”, como que no se vale ¿no?   
Ya tengo un chorratal de obligaciones que tengo que cumplir a diario.
Por eso pienso que cumplir años es un acto bipolar o masoquista, la bronca es que ya se nos volvió costumbre… entre más años “cumple” uno, de cierta forma, se reverdece, y eso es bien bonito: reverdecer; aunque el chiste está en mantenerse “verde”, más vivo y vibrante que los años anteriores… Si no pá qué cumple uno años.
Siendo honestos, tiene su chiste envejecer y, de alguna manera, eso es una bendición, aunque a veces pareciera que nos mió el chamuco y no sabe uno si va o viene, si sube o baja.