La crisis política y mediática que durante dos semanas metió en una vorágine al aspirante a candidato presidencial en 2018 y puntero en las encuestas, tras su visita a Nueva York, en Estados Unidos, Andrés Manuel López Obrador, se llama Ignacio Mier Velasco, es poblano, es un alfil del senador Manuel Bartlett y forma parte del consejo directivo del Diario Cambio, cuyo director es Arturo Rueda, feroz perro guardián de la moral pública.
Mier Velasco y su escolta perenne, el exedil de San Pedro Cholula, expriista como el primero, Alejandro Oaxaca Carreón, prepararon con antelación la logística para la gira del tabasqueño por la Gran Manzana, que debería dar como fruto una sólida percepción aprobatoria tras la defensa de la comunidad migrante de origen mexicano de parte del líder de Morena, tras los embates de Donald Trump.
Tan mala la operación de los dos enviados del senador por el PT a una misión de gran valor simbólico en la agenda del aspirante presidencial, que terminó confrontado con dos actores de la vida pública en México: las Fuerzas Armadas y la prensa mexicana y estadounidense.
Ignorantes del movimiento horizontal, lleno de liderazgos locales en el que se ha convertido el fenómeno migrante y donde los protagonismos unipersonales no tienen lugar, Mier Velasco y Oaxaca Carreón habían establecido puentes de comunicación para acuerdos mínimos para que Antonio Tizapa, padre de uno de los 43 jóvenes levantados, ejecutados, calcinados y desaparecidos en Iguala, Guerrero, apareciera al lado de López Obrador.
En lugar de dar seguimiento al resultado de esa ronda de pláticas, decidieron descuidarlas y buscar a otros interlocutores. No solo eso, en lugar de preservar el lugar reservado para el padre del muchacho desaparecido en Ayotzinapa, impidieron su paso, cerca del sitio donde hablaba el personaje central de la historia, bajo un argumento burocrático.
Lo peor fue cuando en el círculo del dirigente de Morena soltaron la versión de que Tizapa y los migrantes que lo seguían, muchos de ellos poblanos, eran en realidad provocadores sembrados por el gobierno federal y que obedecían a los intereses de Enrique Peña Nieto.
En la línea de tiempo de los videos en redes sociales se alcanza a ver a un López Obrador con aplomo, manejando la situación con habilidad para dejar a Tizapa y sus seguidores hablar y expresar su enojo y rechazo con el establishment en México, culpable del autoexilio en el que viven.
Lo demás vino después, cuando insta a preguntar a Peña (Nieto) y al Ejército (Secretaría de la Defensa Nacional) por el paradero de los 43 jóvenes desaparecidos. Ya preso de la irritación y frustrado por el mal manejo logístico de su equipo de apoyo, entre quienes estaban Mier y Oaxaca, abrió la puerta del linchamiento que no ha cesado en círculos políticos y de opinión en el país y otras latitudes.
Se metió de lleno en un callejón sin salida. En México fue duramente criticado por todos los actores de primera fila, Miguel Ángel Osorio, secretario de Gobernación y eventual contendiente en 2018 y su jefe el Presidente de México en primer lugar.
En Nueva York, los duros lopezobradoristas recriminaron a los representantes de la prensa bajo un viejo argumento, cada vez menos creíble como el de la “mafia en el poder” que manipula la línea editorial de todos los medios por haber documentado el desaguisado neoyorkino, que casi termina en violencia.
El daño estaba hecho: AMLO terminó confrontado con las Fuerzas Armadas y con los trabajadores de los medios que vivieron conatos de maltrato físico de parte de los fieles seguidores del popular líder político.
Ignacio Mier y Alejandro Oaxaca son los dos personajes que enviaron a los abucheadores que silbaron a José Juan Espinosa, el edil de San Pedro y a Fernando Manzanilla, el exsecretario de Gobernación en el sexenio pasado, cuando AMLO llamó desde Puebla a Rafael Moreno Valle “gobernador mediocre y corrupto”.
A diferencia de ese episodio cuya repercusión fue local, el de Nueva York tuvo olas concéntricas de alcance global.
Nadie sabe para quién trabaja.