La lógica de la sociedad actual funciona acumulando riquezas hacia los que se encuentran en la cúspide de la pirámide social; los que se encuentran en la parte baja desarrollan estrategias de sobrevivencia que, sin proponérselo, alimentan mecanismos de expropiación y traslado de riqueza hacia las clases altas.
Es el resultado del vuelco ocurrido durante la segunda mitad del siglo XX, y que significó el triunfo de nuevas élites que recuperaron la hegemonía mundial.
De acuerdo a Oxfam: El 1% más rico de la población mundial acaparó el 82% de la riqueza generada el año pasado, mientras que la mitad más pobre no se benefició en absoluto.
Esos mecanismos que transfieren riqueza hacia las élites son difíciles de detectar para la mayoría de la población, porque se presentan ante ellos como si esos cambios les trajeran venturas, a través de lograr interiorizar en ellos discursos de poder que los engañan, como la idea de progreso.
El más utilizado es la falsa idea de progreso que se ha creado. Dice Mattelart, que esa idea es más efectiva que un cañonazo (es decir del uso de la fuerza), para doblegar a la población o someterla porque la idea de progreso llega más lejos y es más efectiva.
La idea de progreso asociada a una vida universal más igualitaria, placentera, racional, culturalmente más elevada, se ha ocultado y sustituido por la de progreso asociada a miserias materiales. Pero esa idea ha sido efectiva por siglos y los antiguos y nuevos colonizadores lo han aprendido muy bien.
Hacemos abstracción, por este momento, de las implicaciones que ha tenido esa idea de progreso asociada a una vida placentera que ha costado una profunda jerarquización de la sociedad, así como la aniquilación progresiva de nuestra “Patria-Tierra”, como diría Edgar Morin.
Se llevan a cabo obras urbanas, como la ampliación o creación de avenidas o segundos pisos; empresas que llegan a un lugar y revalorizan la tierra; se da apertura a una empresa o centro comercial. Todo ello es asociado por la población a la idea de ascenso en la escala urbana.
Llegan empresas para supuestamente favorecer con la creación de empleos, ante una población previamente despojada y clasificada como pobre, y a la que no le queda de otra que aceptar lo que le ofertan.
De manera paralela, ocurre una segregación social en donde los bancos atienden primero a los que depositan más valores económicos, los hijos acuden a escuelas privadas y públicas como una manera de fijar jerarquías sociales, se viaja en “ubers” pero también en el “metro”, “micro” o “metrobús” “taxi” o transporte público como sardina, se traslada de una ciudad a otra entre autobuses de primera y segunda.
Lo mismo ocurre en el ámbito urbano, entendido como espacio social. Los “fraccionamientos” ocupan espacios habitados por comunidades o Pueblos Originarios, en donde los nuevos pobladores se convierten en los “veladores” o “guardias” de los recién llegados. La desconexión sociocultural se da no obstante que entre los nuevos avecindados cuelguen de los muros de sus casas imágenes del México profundo.
De manera firme regresa un neoporfirismo social, en donde las diferencias sociales se hacen visibles porque aparecen a primera vista y sin necesidad de que algún estudio social nos haga conscientes de los hechos. Un ejemplo es su reflejo en la literatura: se ha adelgazado la línea que separaba al relato literario de lo insólito y lo real.
La riqueza cada vez más se crea a partir de prácticas tan antiguas como “olvidadas” por la actual sociedad de la simulación: a través del despojo directo, el uso de la violencia como instrumento de acumulación de capital de antiguas élites y nuevas élites, asociadas al uso de la política y el poder, como ha ocurrido en nuestro país recientemente.
El problema es que eso también empieza a acumular una crispación social, que por el momento ha sido atenuada con programas sociales, política electoral y, por supuesto, el uso de la violencia contra la población a través del Crimen Organizado, por la vía de construir un imaginario asociado al temor ante la muerte.
La crispación social tiene su origen en las desigualdades que se traducen en tratos que segregan socialmente a los diversos grupos sociales: el dinero no alcanza para comprar el mínimo de ropa y calzado que evite, lo que dirían economistas europeos clásicos, sonrojarse ante amigos, vecinos o familiares.
Filas tortuosas para pobres, transporte deficiente y de mala calidad, despojo a través de aprovechar la miseria de la población que se ve obligada a prácticas leoninas de empeño, dificultades para que los hijos puedan estudiar, millones muriéndose por enfermedades ante la caída de la atención pública del sector salud, la imposibilidad de satisfacer el hambre ante bodegas y centros comerciales llenos de alimentos, por mencionar algunos temas.
La vida se hace más tortuosa entre quienes ocupan la parte baja de la escala social, porque como apuntó alguna vez Agnes Heller, quienes ocupan la parte baja de la escala social, entran en disputa por el empleo, los ingresos, mantener determinados puestos de trabajo.
La vida social se embrutece más y la violencia intersocial se agudiza. La fuente de la violencia social está en la crispación social que las élites han fomentado a través de la acumulación de capital salvaje que han puesto en práctica, y no en “desviados” o “herejes” o “rusos”.
No son los “rusos” los que vienen a llevarse el petróleo, son las élites que ya están, por diversos medios, apropiándose de la riqueza no solamente nacional sino la socialmente creada, pero ahora despojando de manera salvaje a aquellos grupos que con tantas dificultades construyen su patrimonio familiar, el de las capas más desprotegidos.
“Ahí viene el lobo”, dicen las élites mientras despojan a capas de la sociedad que, bajo determinadas condiciones, pueden poner un hasta aquí en cualquier momento, como ya lo demostraron el siglo XX.