Nunca en la historia de Puebla el debate sobre la violencia política de género había cobrado tal relevancia. Ni siquiera cuando el panista Inés Saturnino López Ponce, presidente municipal de Tecamachalco, decidió que era una buena idea enviar a uno de sus cancerberos a arrojar un puño de billetes a la regidora Ruth Zárate en una sesión pública, que propició que la ficha curricular del Layín poblano quedara en la ignominia y vergüenza para un partido que un día presumió principios y doctrina frente al abuso de la política.
Menos cuando la ex presidente del PRD, Socorro Quezada Tiempo, fue zarandeada por un grupo de perredistas afines al grupo de Rafael Moreno Valle, por haberse opuesto y operado para que se partido político no se aliara con el panismo de ocasión en la elección de gobernador en 2016.
Tampoco hubo tan airada discusión cuando a la priista Blanca Alcalá Ruiz le dijeron que durante su gestión como presidenta municipal fue tan blanca que no hizo más nada y eso que era candidata al gobierno del estado por el Partido Revolucionario Institucional. Ni su partido político consiguió articular una defensa contundente para frenar lo que a todas luces, se trataba de una campaña denigratoria que pudo haber escalado aún más, salvo por el término de la contienda cuyo resultado todos conocen.
Fue hasta que el Instituto Electoral del Estado decidió decretar medidas cautelares para evitar que la candidata del Frente por Puebla, Martha Erika Alonso Hidalgo ya no fuera mencionada como la esposa de quien es. No vaya a ser que los apellidos arrastren la carga negativa de quien no está en la boleta, pero su figura es omnipresente.
La decisión de la medida cautelar bien hubiera aplicado en 2016 cuando no sólo Alcalá Ruiz, la priista era zarandeada por una campaña difamatoria en la que hasta la familia fue incluida, sino la ex panista Ana Tere Aranda quien como candidata independiente se le regateó hasta el último momento una pírrica cantidad de dinero público para hacer campaña.
El Instituto Electoral del Estado y el Tribunal Electoral local fueron dos de los brazos ejecutores de los intereses de un grupo con enorme poderío para privilegiar sus intereses electorales que ahora se expresan como entonces.
Un poco de decoro y humanidad desde ambas instituciones, y una dosis de decisión desde la ética partidaria habrían permitido dotar de vigor el discurso de ambas partes en disputa por la notable ausencia de condiciones de inclusión para el género, tanto por la defensa de quien en el presente se llama a ofensa, como para las víctimas del pasado. Da igual, pues.
La violencia política de género persiste en nuestros días, pese a que en el Senado de la República existen al menos 54 iniciativas de reforma para frenar las agresiones en contra de las féminas, quienes aún desarrollan sus actividades en condiciones de vulnerabilidad frente a los machos de clóset.
No perder de vista esa circunstancia resulta de enorme urgencia ante la altísima probabilidad de que al final de la fiebre electoral, una vez conocido el resultado del 1 de julio próximo, las condiciones económicas, políticas y sociales en las que las féminas se desenvuelven, continúen aún y cuando son blanco de la calumnia, la violencia psicológica, económica o política de los misóginos de siempre que tiene como fachada siempre, un machismo monolítico.