Como símbolo del movimiento magisterial en la zona centro del país, el municipio de Panotla, ubicado a unos cinco kilómetros de la capital de Tlaxcala. Pueblo pequeño en el que vive una cantidad importante de maestros, egresados de las escuelas normales rurales de esa entidad y Puebla.

De ahí salen a sus centros de trabajo en distintos rincones de la región y que llega a alcanzar algunos sitios en el Estado de México, Hidalgo o la entidad poblana. Un maestro tlaxcalteca en cada hijo te dio, pues. La apacible vida de Panotla apenas se ve alterada cuando la fiesta patronal, el tercer domingo de diciembre.

Tal vez por ello el joven originario de Huamantla, César Manuel González Hernández, era conocido en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa con ese apodo: El Panotla. Formó parte de los muchachos que participaron en la recaudación de dinero para poder participar el 2 de octubre en las actividades conmemorativas de la Matanza de las Tres Culturas en Tlatelolco, ocurrida en el año de 1968, que este cumple medio siglo. Casi nada.

De acuerdo con el blog AyotzinapaSomosTodos.com el hijo de don Mario González, el estudiante de la Escuela Manuel Isidro Burgos era también conocido como El Marinela por la habilidad mostrada para manejar una camioneta de esa empresa en una ocasión que el chofer le cedió el volante, en una aventura estudiantil de la que todos rieron.

Rescatar esos fragmentos en la vida de un puñado de estudiantes será siempre necesario para no olvidarlo. Habrá que contar la vida de cada uno de esos jóvenes a quienes sus captores y victimarios, quienes desde una actitud criminal, pretendieron borrar de la faz de la tierra, como si fueran poseedores de esa potestad divina.

La narrativa del ex titular de la Procuraduría General de la República, Jesús Murillo Karam no dejó lugar para ponernos a salvo de la inmundicia de los ejecutores: sometidos, ejecutados algunos, muertos otros en el traslado, fueron todos llevados al matadero como carne para el carroñero y su gula de sangre.

"Los dientes están tan calcinados que casi con tocarlos se convierten en polvo", dijo en su momento Murillo Karam, cuando alguien en la rueda de prensa preguntó sobre prácticas periciales para identificar la autenticidad de los restos encontrados entre Cocula e Iguala.

Entre ellos estaba El Panotla, este jovencito que tenía apenas 19 años de edad, estudiante de la Escuela Normal Rural Manuel Isidro Burgos en Ayotzinapa, originario de Huamantla, en Tlaxcala, y que de acuerdo con la definición de algunos de sus compañeros sobrevivientes de la actuación de los matones en Guerrero, era bien desmadroso y buen amigo.

La noche triste del 26 de septiembre en que esos estudiantes cayeron en manos de un grupo de criminales que los ejecutó, los quemó —algunos de ellos vivos— y, luego trituró su estructura ósea, no ha merecido más que el silencio de agrupaciones tan poderosos como ajenas al dolor de gremio.

Es el caso del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, enmudecido por un entreguista dirigente como Juan Díaz de la Torre y de tantos otros actores del ámbito educativo que prefirieron guardar un cómodo y ominoso silencio.

Escribir y contar la historia de los jóvenes ejecutados por un grupo de criminales debe ser un ejercicio metódico y necesario para evitar el olvido. No se puede permitir a estos matanceros conseguir el propósito criminal de borrar todo vestigio de la vida humana a la que tenían derecho estos muchachos, como El Panotla, que ya no está más entre nosotros.

 *Con matices, este texto fue publicado hace cuatro años. Nada cambia, todo permanece.