La democracia es la mejor forma de gobierno. Al menos eso perciben los habitantes de 18 países en Latinoamérica, según las encuestas anuales de Latinobarómetro.
En su concepción más amplia, hablar de democracia es mucho más que sólo participar en elecciones libres, informadas y periódicas para renovar dirigentes y representantes. Implica también un estilo de vida, creencias, cultura y relación entre el poder público y sus gobernantes.
En México, estos principios básicos están consagrados en nuestra Constitución Federal. Las libertades esenciales y los derechos políticos se encuentran concentrados en la Carta Magna, junto con las características esenciales de nuestra organización política: republicanismo y federalismo.
En su noción más simple, el federalismo es el esquema mediante el cual las 32 entidades soberanas en principios generales, ceden parte de su autoridad a un poder central bajo el cual se regirá el territorio en toda su composición. Es decir, los estados son libres para hacer y decidir sólo hasta donde les compete, mientras que para todo lo demás, los poderes federales son los que disponen.
Esto se vuelve particularmente relevante cuando hablamos de la libertad de expresión. Históricamente y en cualquier lugar del orbe, la libre manifestación de ideas y pensamientos ha sido la característica democrática más incómoda para los líderes: poco gusta un evento público de magnitud diversa para exponer el descontento hacia una situación determinada.
Estas excepciones han permitido a las entidades federativas ciertas libertades para legislar de manera particular, siempre en el marco de un plan de gobierno o proyecto de estado del mandatario en turno.
En Puebla, recordamos con horror la Ley para Proteger los Derechos Humanos y Regular el Uso Legítimo de la Fuerza Pública, aprobada el 19 de mayo del 2014 con 32 votos a favor y cinco en contra a propuesta del entonces gobernador Rafael Moreno Valle.
La ley, que establecía mecanismos para hacer prevalecer el “orden colectivo” privilegiando “el diálogo, la persuasión o la advertencia”, contemplaba también el uso de armas no-letales por parte de los policías, como última medida para defenderse a sí mismos o a terceros de agresiones en una manifestación, por lo que se le denominó Ley Bala.
Su mala implementación provocó, tras un enfrentamiento violento entre autoridades estatales y pobladores de San Bernardino Chalchihuapan, la muerte de un menor de 13 años, luego de que, según los habitantes, el día del operativo, desde un helicóptero les disparaban con cartuchos de gas lacrimógeno y balas de goma, lo que originó la mayoría de los heridos graves, entre los que se encuentra un hombre que perdió el habla porque una bala de goma le perforó la mandíbula, otro que perdió un ojo y uno más que perdió una mano.
En similitud, la reforma al Código Penal enviada por Adán López Hernández, gobernador de Tabasco, de Morena, que recientemente fue aprobada por el Legislativo de ese estado, con la que se sanciona con hasta 20 años de cárcel a quienes realicen movilizaciones y protestas que impidan la ejecución de obras públicas o privadas que cuenten con autorización para su ejecución o que busquen extorsionar o imponer cuotas para el tránsito.
En caso de presentarse con violencia o utilizar a menores de edad en la protesta, la sanción puede ser de hasta 19 años y medio.
La llamada Ley Garrote impone penas más elevadas a la manifestación pública de ideas (de 6 a 13 años) que al abuso sexual (de 2 a 6 años de prisión) o el secuestro (hasta 6 años).
Tanto el gobernador como la dirigente nacional de Morena aseguraron que se trataba de una herramienta para blindar los grandes proyectos productivos.
Como nunca México se debe apostar por un espíritu de auténtica democracia. No maniatemos con lazos represivos la libertad de manifestación pacífica que edifica mediante la crítica razonada. No corramos el riesgo de rasgar un tejido social que en esta patria ya se percibe con penosos daños. Tabasco y Puebla… México en conjunto.