Al llegar a la puerta de la iglesia para la misa del domingo, la primera en casi nueve meses de no salir, inició el rito de la nueva realidad con la colocación de gel y revisión de la temperatura, aunque sea en la inutilidad de la muñeca.

La revisión ocular inicia también, bañado en algo de paranoia o realidad, buscando los riesgos de la salida y del lugar.

Inmediatamente alguien le señala que solo pueden ir dos personas por banca, separados en los extremos.

No tarda mucho tiempo en que se llene el recinto religioso.

Regresa una nueva revisión mental y visual, pero ahora matemática.

Con dos personas por banca, además de una vacía o clausurada, en dos hileras, son alrededor de 50 feligreses, todos con cubrebocas.

Pero también, en esta revisión se percata que hay algunas personas de pie, no más de diez, pero por lo menos dos a su lado, una madre y su hija de alrededor 8 años.

Inmediatamente con la mente hace la cuenta de más de 60 personas, contando al cura, acólitos, músico y ayudantes.

Todo en un espacio de por lo menos 300 metros cuadrados, sin contar los techos altos, muy característicos de las iglesias antiguas poblanas del siglo XVII.

La calma regresa

Pero no tarda mucho en irse, cuando empiezan los cánticos y rezos.

La mente vuelve a hacer una jugada: “los cubrebocas que traen no son de buena calidad, seguro las goticulas de saliva pasan fácilmente y por ser un espacio cerrado, pueden hacer el efecto aerosol”.

Sigue la mente haciendo su jugada, mientras los rezos y el sermón ya ni se escuchan, aplastados por la avalancha de pensamientos.

El nervio aumenta cuando la señora y su hija que se quedaron de pie a por lo menos dos metros de distancia, entonan a todo pulmón cada cantico religioso, como si la vida les fuera en ello.

Para entonces, ya nada es calma, ya da por hecho que las goticulas están por todos lados volando y ni su cubrebocas N95 impedirá que las aspire.

Al momento en que se da el saludo de la paz, aunque no hay un solo contacto físico, solo las inclinaciones de cabeza entre los feligreses, nota una realidad muy triste: “¿Hasta cuándo terminará esto?”, piensa.

Posteriormente, empieza a hacerse una fila con sana distancia, para recoger de mano la ostia o comunión.

Y aunque la que entrega de mano el cura enguantado a cada uno de los feligreses formados, le espanta una idea más: “Si el padre tiene coronavirus, ni los guantes los salvan”.

En ese momento como con un resorte, se enfila hacia la puerta de salida, pero ¡oh sorpresa!, está cerrada, justamente para que ya no entren más feligreses.

Al sentirse como en una trampa mortal, se tiene que quedar parado a un lado, pensando cuál será la salida de emergencia.

Para entonces la covid-claustrofobia se ha apoderado, al grado de omitir totalmente el Padre Nuestro, cantado por todos.

Desesperado, trata de calmarse y esperar, pero no sin dejar buscar la salida, para ser el primero en huir.

Fue así, como al seguir con la mirada a uno de los ayudantes de la iglesia, nota que abre una puerta en el costado de la iglesia.

Sin pensarlo, emprende la huida, pasando entre los pocos parados que hay, evadiéndolos como si fueran zombies que lo quisieran atacar.

Por fin, al llegar a la puerta, el encargado, la bloquea, porque simplemente la homilía no ha concluido.

Fue entonces que nuevamente el ataque de pánico regresa, mientras la mente lo traiciona nuevamente, al notar que todos rezan las últimas oraciones en voz alta.

Al ver que todo está perdido, su esperanza desapareció por completo, al alargar el padre la salida, con los avisos dominicales para futuras fiestas decembrinas.

“¿Para qué invita?, a lo mejor ni llegamos”, se pregunta.

Finalmente llega el momento de la bendición y por ende, la apertura de la puerta que tanto añoraba.

Al salir, toma una enorme bocanada de aire fresco de la noche y se promete no regresar hasta que haya una cura del covid-19, aunque en su mente, piensa que ya lo puede estar portando, contraído en esos 45 minutos de misa.

Ya más tranquilo, prefiere la exageración que raya en la paranoia, que el exceso de confianza que muchos ya tienen.

Cuestión de enfoques. (Relato de un feligrés)