Estamos a unas horas del final del 2020. Un año que nos ha enfrentado a la muerte. Es raro el hogar que no haya sufrido la pena de llorar a un ser querido. Este contacto directo con la muerte, nos hace apreciar más la vida. Platón, en el diálogo del Fedón, explica que de lo que muere “nace por consiguiente todo lo que vive y tiene vida”.

Fernando Savater lo pone de la siguiente manera: “La cruda realidad de la muerte brinda así ocasión para que se afirme con plena conciencia la gracia de la vida, esa gracia que sólo puede saborear quien tiene la desgracia de ser moral” (Tauroética, p.68).

Esto es algo que entendemos bien los aficionados a la fiesta brava. El toreo es un arte de sol y sombra, de valor y belleza, de triunfo y muerte, es decir, una metáfora de los más diversos contrastes que están implícitos en la vida misma.

Una corrida de toros es un ritual litúrgico que nos hace apreciar a Dios porque se sabe que un instante es frontera no sólo entre el triunfo o el fracaso sino, quizá, entre la vida y la muerte y por ello hay que estar siempre preparados. Para Mario Vargas Llosa la tauromaquia nos enseña “para qué, por qué y hasta cuándo estamos aquí; lo perecedera que es la vida y cómo, gracias a que es finita y limitada por la muerte, ella no es una rutina aburrida y catatónica, sino una aventura tan intensa y prodigiosa como fugaz” (“Monólogo del toro (frente a José Tomás)”. En Diálogo con Navegante, p.36).

La sociedad contemporánea ha intentado ocultar la muerta. De ahí la proliferación de movimientos animalistas y antitaurinos. Octavio Paz explicaba que “la muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores. En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie cuenta con ella. Todos la suprimen: las prédicas de los políticos, los anuncios comerciantes, la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos que nos ofrecen hospitales, farmacias y campos deportivos. Pero la muerte, ya no como tránsito sino como gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos (“El peregrino en su patria”. México en la obra de Octavio Paz 1, p.45-46).

La pandemia nos ha mostrado la realidad. El 2020 nos ha recordado que la paradoja de la condición humana es que estamos estamos conscientes de que no se puede separar la vida de la muerte. Ante esta realidad, quizá podamos encontrar en los toros valores y enseñanzas para enfrentar la vida.

En el toreo se desafía a la muerte con gracias, elegancia, ritmo y belleza. El artista supera a la muerte y transmite esas emociones a quienes lo observan. Para Pepe Alameda “el toreo no termina en la muerte, empieza en la muerte; a partir de la muerte, y por la evidencia constante de su posibilidad, crece el toreo” (Retrato inconcluso, p.84).

Recuerdo un grabado de Raúl Anguiano (“La muerte del toro”) en donde no es un torero quien sacrifica al toro, sino una calavera, es decir, la muerte misma. El escritor Jorge Alberto Manrique revela que con esta representación está dicho todo: “Es una premonición de muerte en el ruedo y en la vida. El artista transitó por la vida y dejó su propia faena, que es la verdadera obra maestra”.

Así que ante un nuevo año que se presenta igual de fiero y complicado que el exangüe 2020, no nos queda mas que, con valentía, citar, parar y mandar. Hacerlo humillar. Templarlo. Y así, saborear la gracias de la vida. ¡Qué Dios reparta suerte!