Miro alrededor y me pregunto cuánto más va a durar. Lo mayormente difícil del confinamiento es la añoranza. Alguien ha hecho que me asome a la memoria. Con su conversación y sus recuerdos me llevó a Madrid. Anduvimos por allí empapándonos de nostalgia, El Retiro, la Plaza Mayor, el Barrio de las Letras. -¿Cuándo volveremos?, preguntó. Calla, que me vas a hacer llorar. Después, el Museo del Prado y por supuesto, hemos terminado en los toros.
Ríos multicolores transcurren por los diferentes cauces que confluyen en la plaza. Hay un murmullo de conversaciones en la explanada populosa, voces de vendedores que anuncian carteles, libros, trastos de torear, recuerdos. Desde la estación de Canal, en el metro, hemos distinguido e esos que se bajaron con nosotros en Ventas; los hemos reconocido no precisamente por el billete y los puros en la bolsa de la camisa, ni por la bota con vino colgada al hombro, sino por ese aire particular que adquirimos los que dejamos todo, para estar puntuales en nuestra localidad cuando el clarín tocando a cuadrillas, parta en dos la tarde.
La cafetería Cesar está abarrotada de hombres y mujeres que departen entusiasmados. Tarde de luces. Al tendido hay que llegar temprano, porque en un día de toros, la única ocupación debe ser, esencialmente, esa, la de asistir a la corrida. Nos acercamos expectantes, con la ilusión a flor de piel, porque los aficionados vamos a la plaza esperando encontrar lo sorprendente, la faena inolvidable, el acontecimiento que marcará la historia de la Fiesta y aunque nada de eso ocurra, sabemos, a ciencia cierta, que por muy aburrida que esté la corrida, es peor estar afuera de la plaza.
Falta poco para que den las siete de la tarde en Madrid y todos los relojes se sincronizan con tremenda puntualidad, para detenerse en ese preciso momento en el que irrumpa el primer pasodoble y vestidos de luces, o de sombras, solemnes desfilen los toreros.
Cuando salte el toro a la arena, el mundo se convertirá en un espacio circular cerrado y miles de seres con la firme convicción de participar en la obra, asumiremos nuestro papel. A partir de ese instante y por un poco más de dos horas, dialogaremos una y otra vez con los protagonistas situados en la arena, examinando la actuación de cada integrante del reparto, incluida la de nosotros mismos que somos el personaje colectivo.
Desde todas las perspectivas de la circunferencia, serán juzgadas con rigor implacable las condiciones del toro a través del matador, que con sus aciertos y sus errores, las develará. Y a la inversa, el torero va a ser juzgado a partir del toro, porque según el comportamiento del animal saldrán a la luz el valor, la pericia, los conocimientos y los linderos que delimitan la voluntad y la inteligencia del hombre vestido como un dios.
Matar es un acto prohibido que los concurrentes sólo toleraremos si para ello, se respeta con estricto apego el canon taurino. Desde los primeros tiempos ha sido así. El torero tiene la anuencia para estoquear al toro, pero no puede hacerlo como le venga en gana. Además, durante el seguimiento al protocolo, deberá comportarse con gallardía y serenidad al crear belleza arriesgando la vida.
En este ejercicio de imaginación, ya estamos dispuestos, junto con la gente vocinglera, hemos ocupado nuestros lugares y las notas de los clarines vibran junto a los vencejos. Ha terminado la espera y la travesía del paseíllo llega a la otra orilla. En unos segundos, por la puerta de la gracia y la desgracia, aparecerá el toro.
Es momento de olvidarse de todo lo demás. De la seguridad del muelle que es el burladero, se ha desprendido el matador y está a punto de largar trapo para pintar de rosa y amarillo la tarde.