De la pintura taurina contemporánea tengo mis recelos y mis fobias. Me da sarpullido si veo un cuadro que retrata a Morante pegando un natural y tras él, al fondo, aparece un rompimiento de gloria mostrando a la Virgen de la Macarena. Las obras que exponen a Enrique Ponce, al Juli, o al que ustedes digan, bordando cualquier pase o lance me cierran el cogote. Diestros fumando puros, besando claveles, orando fervorosos, me provocan conjuntivitis. Es que la pintura taurina actual, salvo muy contadas y honrosas excepciones, recala en lo chabacano y en el lugar común.
En cambio, disfruto mucho “El picador”, de Diego Rivera, que tan socarrón se retrató a sí mismo en la cara del varilarguero. La obra de Diego Ramos me parece un himno al buen gusto y a la movilidad; del maestro colombiano, para el que esto escribe, el mejor de sus trabajos es el retrato de Rafael de Paula, Antoñete y Curro Romero, el primero de verde bandera y el tercero de teja, los dos con pasamanería en negro, los capotes de paseo terciados sobre el brazo y Chenel, de malva y oro, con el capote liado y la montera encajada hasta las cejas, los tres muy serios miran al observador, nada más escueto y a la vez, nada más sensiblemente bello.
Sin embargo, existe una pintura que me conmueve hasta la médula, porque contiene una gran carga narrativa. Ese óleo pone sobre la tela todo el profundo contenido que en sí lleva la tragedia taurina. “La muerte del maestro” es, tal vez, la obra que da la evidencia más firme del tremendo drama del toreo y que con sus pinceladas y matices sacraliza el acto de morir por cornada.
La escena contiene todo el dolor que representa la caída del héroe. Es una obra colorida y luminosa, que, sin embargo, posee un velo de melancolía que la ensombrece. La imagen representa el cadáver del maestro Manuel Fuentes y Rodríguez, apodado Bocanegra que yace en la capilla de la plaza de Baeza. Está cubierto casi hasta el pecho por un lienzo blanco y sobre éste, el capote de paseo. Presidiendo el altar una Virgen de luto, probablemente, Nuestra Señora del Alcázar, vela al diestro caído. Frente al cuerpo, la torería aún vestida de luces observa el rostro del difunto. Al fondo, cerca del altar, una pareja de rostros difusos atestigua la desventura. Del techo, cuelga una lámpara votiva justo por encima del maestro. La tristeza generalizada de los que están allí, queda de manifiesto en distintas actitudes: Un torero se santigua, inclinándose para poner la rodilla en tierra; otro, se lleva las manos a la cabeza; uno más, parece orar en actitud de profundo recogimiento, mientras el resto observa con pena. En la puerta del recinto, una multitud se arremolina como si quisiera observar. En tanto el sacerdote lee el libro que sostiene en las manos. Por su parte, un ayuda de plaza vestido de camisa roja y pañoleta amarilla, recoge del suelo las pertenencias del espada vencido. En el altar se miran jarrones con flores y las llamas de seis cirios chisporrotean que casi pueden ser escuchadas.
El protagonista fue corneado de muerte en una novillada en la que actuaban toreros principiantes y viendo a uno de ellos pasar las penas del infierno, bajó al ruedo a ayudarlo; en un momento de compromiso, su gordura le impidió meterse al burladero y fue enganchado de muerte por “Hormigón”, un toro colorado de mucha leña en la cabeza. El tabaco fue muy grande y alcanzó el intestino lo que le causó la peritonitis que acabó con su vida.
Si la historia de la tauromaquia le asignó un lugar muy modesto, en cambio, la historia del arte lo hizo famoso con este cuadro que fue creado por José Villegas Cordero, pintor sevillano de gran importancia durante el siglo XIX, ganador de varios premios en certámenes mundiales.
“La muerte del maestro” tiene una potente carga simbólica que alude a la consumación del rito del toreo cuando el que muere es el ser humano. Por eso, los hombres de coleta y traje de luces retratados en el cuadro, cabizbajos y silenciosos, son una cofradía viril rindiendo culto al oficiante que transformado en víctima, se ha marchado.