Ya ganamos y ahora, ¿qué?. La presidente municipal no pudo prohibir la tauromaquia en mi ciudad; el cabildo, por la diferencia de un voto, decidió que continuará habiendo corridas. Pero, ¿qué sigue?, porque la verdad es que nuestra plaza, salvo excepciones -siempre hay justos en Sodoma- está más dedicada a la parodia, que a lo que en realidad es una corrida de toros y, es un hecho, que antes de la pandemia cada festejo ya había menos público en los tendidos.

Todos los que nos afanamos en la defensa de la tauromaquia, hoy en día, demostrando verdadera afición, deberíamos unirnos por adoptar la verdad y la decencia como distintivo. El clamor es el mismo: ¡toros con edad y en puntas!, ya me aburre la proclama de este sueño guajiro. Si no luchamos por el respeto al toro, sólo estamos prolongando la agonía. Seguro, en el fondo, la pérdida de clientela registrada por las empresas taurinas no se trata de un maltrato animal, sino de un maltrato al pobre cándido que sigue acudiendo a los cosos taurinos.

Si se mira con suspicacia, la gente que vive del toreo desprecia a dos de los tres protagonistas: al toro y a los aficionados. La escasa calidad del espectáculo me hace pensar en la ingenuidad con la que actuamos. Es peculiar la situación de los aficionados a los toros, defendemos un negocio pensando que estamos salvaguardando una tradición ritual. Cuando la hemos salvado, los involucrados en el negocio taurino nos atizan palos como el mozalbete gordo y grandulón le surte madera a la piñata en una fiesta infantil.

No sé a ustedes, pero a mí la pandemia me ha hecho cuestionarme por qué carajo soy aficionado a los toros si hay tantas cosas a las que aficionarse en la vida. Pero ahí voy otra vez, y que ya se acabe el confinamiento para volver a la plaza.

Los taurinos somos una minoría atacada por todos los puntos cardinales, aunque, claro, unos nos golpean de frente y otros, los de adentro, nos dan los palos mezclados con caricias. Se está haciendo tarde para custodiar el esplendor de nuestra fiesta. Propongo que la consigna sea la de luchar porque a la arena del El Relicario salten toros serios, de buenas hechuras, con cuatro años cumplidos y con los pitones intactos, es decir, lo que antes se conocía como trapío. En ello está la trascendencia. Además, entre otras cosas, que los vendedores se estén quietos durante la lidia, que los servicios sanitarios se mantengan limpios y bien acondicionados, y que los precios sean los justos. O sea, mire usted, que se nos trate como personas.

Al igual que la mujer molida a puñetazos, señora con un ojo morado y labial corrido, que intercede feroz a favor del tipo que la confunde con el costal de boxeo, hemos defendido al marido que nos tunde parejo. Empresa tras empresa, año tras año, feria tras feria, -ilusionados, decididos y redundantes- caemos en la misma trampa y nos conformamos con las mismas vulgaridades. Lo malo es que para exigir que nos den una fiesta de calidad y sin fraudes, no nos uniremos jamás y es que en ese aspecto, nuestra gana de defendernos anda más roma de pitones que un perritoro para Diego Ventura en El Relicario.