Las circunstancias que conspiraron para impedirme asistir a la que, sin duda, fue la corrida del año en México y esos toros bravos para reconciliarte con el toreo y que no vi, me han dejado de un mal humor comparable al de Trump despidiéndose la Casa Blanca. Aun así, me pongo a buscar tema en la red para escribir el artículo semanal. He encontrado por casualidad una invitación electrónica para participar en un video colectivo con la lectura de un fragmento del Quijote. Las bases se publicarán próximamente y el evento consiste en que los que quieran participar se graben leyendo un pasaje de la madre de todas las novelas en lengua española y puede que de todas las lenguas; la recopilación servirá para conmemorar el día del libro y lo realizan las tres bibliotecas públicas de San Sebastián de los Reyes. Así, que para mí, no hay posibilidades, pero desato a la loca dela casa e imagino que participo. ¿Qué trozo escogería yo?, sin duda, el pasaje taurino al que Miguel de Cervantes dio cabida en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Cervantes creó un verdadero catálogo conteniendo gran cantidad de las sensaciones y percepciones que podía ofrecer la vida al final del siglo dieciséis y comienzos del diecisiete, y las situaciones que las provocan corresponden siempre al más llano transcurrir de lo cotidiano en el que las corridas caballerescas formaban parte de la vida de aquel tiempo.
El pasaje que elijo es aquel en el que el hidalgo y su escudero cabalgan por la ruta que conduce a Zaragoza y se topan con un encierro de toros bravos. El jinete que viene a galope por delante les advierte que se aparten del camino, porque tras él se acercan veloces toros y cabestros. Por supuesto, que Don Quijote no ha de obedecerlo y por tanto, Sancho se afianza junto a su patrón. La manada los atropella, dejándoles como siempre, deplorablemente apaleados. El Manco de Lepanto lo narra así:
“[…] sólo Don Quijote, con intrépido corazón se estuvo quedo, y Sancho Panza se escudó con las ancas de Rocinante. Llegó el tropel de los lanceros, y uno dellos, que venía más adelante, a grandes voces comenzó a decir a Don Quijote:
- ¡Apártate, hombre del diablo, del camino; que te harán pedazos estos toros!
- ¡Ea, canalla –respondió Don Quijote-, para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas! […]”
La tozudez del caballero andante lo planta en medio del paso de la manada y los toros bravos, más los cabestros, los vaqueros que arriaban y los acomedidos que corrían el encierro, pasan sobre Don Quijote y sobre Sancho, el escuálido “y el pobre asno, haciéndolos a todos morder el polvo".
El desenlace de esta cúspide de la tensión dramática es resuelto por el magno escritor del siguiente modo:
“Quedó molido Sancho, espantado Don Quijote, aporreado el rucio y no muy católico Rocinante. Pero, en fin, se levantaron todos, y Don Quijote, a gran priesa, tropezando y cayendo allí, comenzó a correr tras la vacada, diciendo a voces:
- ¡ Deteneos y esperad, canalla malandrina; que un solo caballero os espera, el cual no tiene condición ni es de parecer de los que dicen que al enemigo que huye, hacerle la puente de plata!”
Aunque nos acostumbremos a sus desvaríos, las valientes decisiones de Alonso Quijano son siempre sorprendentes, portentosas y excéntricas. He cumplido escribiendo con la tozudez de un perro de caza. El pasaje ha servido como testimonio de que Miguel de Cervantes también tocó el tema de los toros y, de igual forma, para aliviar un poco la frustración que siento de no haber visto a los magníficos cinqueños de Tenexac, que esa fue la corrida que les mencioné al comienzo. La imaginación y la literatura, sirven de consuelo, si no me creen, lean el Quijote.