Y así empezó todo: Sus ojos eran grises con un tinte verdoso, pequeños y pícaramente inescrutables, Sus manos eran pequeñas también, siempre manchadas de la tinta del crucigrama del periódico que resolvía a diario con avidez. Más tarde se quedaba dormida cómo duermen las ilusiones de los niños, con la sonrisa de quién guarda un secreto.

Ella, mi abuela, podía caminar en el lodo sin mancharse. Sabia, amorosa sin tocarte, alegre sin reír, discreta como nido de colibrí.

Empezó contándome un cuento, una historia, el cuento del Príncipe y el mendigo. Una historia que ejercía en mí una fascinación incomprensible, no para mi abuela que conocía mi alma como si ella la hubiese moldeado.

Le encantaba tararear La Sinfonía Inconclusa de Schubert mientras preparaba la comida, sin aspavientos ni auto elogios.

Y así empezó todo: mi sentimiento de incomprensión, mi rechazo a la autoridad, y por ende a la hipocresía, a la falta de respeto a las emociones y necesidades de mis semejantes. Ya imagino yo, al príncipe del cuento de mi abuela, engañando, transando y manipulando a sus amigos, a su pueblo amado.

El resultado de las historias de mi abuela y su ejemplo de vida, me han permitido llegar hasta aquí, feliz y orgulloso de lo que soy, de lo que tengo: esperanza y un deseo en mi alma de que mis congéneres sueñen, amen y piensen para darse cuenta que uno crea lo que cree, para su desgracia o fortuna.