Durante septiembre, con espíritu patriotero, los mexicanos sacamos banderas, nos ponemos sombreros de charro, tomamos tequila, pozole y damos gritos.

Al mismo tiempo, se niega el pasado quitando estatuas de Colón y, desde el discurso oficial, se vitupera a Hernán Cortés. Estas actitudes me llevan a reflexionar sobre la mexicanidad.

El escritor Antonio Velasco Piña dijo que la mexicanidad es esa herencia espiritual y cultural que se ha ido desarrollando en México a lo largo de miles de años. Pero es claro que no somos uniformes y, por lo tanto, hay que abrazar la divergencia cultural.

José Gaos, filósofo español exilado en México, explicó que "Mexicanidad es una inabarcable multitud y multiformidad de cosas mexicanas, materiales e inmateriales, naturales y culturales, individuales y colectivas, insignificantes y grandiosas".

Sobre esa misma línea de pensamiento, Carlos Fuentes advertía: "Somos indígenas, negros, europeos, pero sobre todo, mestizos. Somos griegos e iberos, romanos y judíos, árabes, cristianos y gitanos. Es decir: España y el Nuevo Mundo son centros donde múltiples culturas se encuentran, centros de incorporación y no de exclusión. Cuando excluimos nos traicionamos empobrecemos. Cuando incluimos nos enriquecemos y nos encontramos a nosotros mismos".

Dentro de esta inclusión, debemos sentirnos orgullosos de nuestros orígenes y trabajar por engrandecer nuestra legado. El propio Fuentes afirmaba que España nos dio, como regalo de bautizo, las herencias del mundo mediterráneo: la lengua española, la religión católica, a lo que podemos agregar la fiesta de los toros.

Por eso, al primer capítulo del magnífico libro "El espejo enterrado", aquel maravilloso ensayo que Carlos Fuentes escribió con motivo de los quinientos años de la llegada de Colón al continente, lo llamó “la virgen y el toro".

Desde el virreinato, los mexicanos encontraron en la tauromaquia una forma de expresarse. Las corridas de toros no son un espectáculo importado por los colonizadores, sino una actividad que ha permitido a los mexicanos afirmarse.

Los historiadores Nicolás Rangel y Benjamín Flores coinciden que desde el principio del virreinato hubo tanto aficionados como toreros de a pie.

En el siglo XVIII la afición a los espectáculos taurinos estaba completamente arraigada en todos los estratos y castas de la sociedad colonial: españoles, criollos, mestizos e indígenas. En "Historia del Toreo en México-Época Colonial de 1529 a 1821", Nicolás Rangel lo demuestra con un motín sucedido en Tlayacapa en 1756.

El cura del lugar se opuso a que se realizaran corridas de toros en la fiesta anual del pueblo, por ser domingo. El alcalde le advirtió al sacerdote que tanto en los carnavales, como en la fiesta anual era costumbre inveterada llevar a cabo las corridas de toros.

El cura amenazó al alcalde de excomunión si lo permitía. Al enterarse el pueblo, se amotinaron e incendiaron la casa del cura. Eran los indígenas los que se estaban sublevando al no poder llevar a cabo su espectáculo favorito. No era ya una fiesta española, sino una actividad local.

La continuidad cultural es un desafío para avanzar como sociedad. Lo decía Carlos Fuentes como reto: "Nuestros problemas son nuestro negocio inacabado. Pero, ¿no somos todos, los hombres y mujeres de las Américas, seres humanos incompletos? En otras palabras: ninguno de nosotros ha dicho su última palabra".