Le sonará familiar la leyenda azteca. En tiempos inmemoriales los pueblos del Anáhuac sobrevivían de mala manera alimentándose de raíces y la caza de animales. Conocían el maíz, pero se encontraba, inalcanzable, tras unas altísimas montañas. Palabras más, palabras menos, los aztecas invocaron la clemencia de Quetzalcóatl, quien en forma de hormiga obtuvo un único grano, mismo que sirvió de piedra fundacional para nuestra alimentación.
Hoy en día esa herencia cultural y agrícola, enormemente modificada desde aquél rústico teocintle, es el producto agrícola más importante del mundo. Esto lo ha colocado en el vertiginoso carrusel de la globalización, lo que se refleja en la inestabilidad de su precio y el vaivén de la tortilla.
En días pasados las turbulencias han aminorado tenuemente, pero las perturbaciones vienen de todos los frentes. Uno de ellos –figúrese– provino de la invasión de Rusia a Ucrania, que entre ambos países suman casi una tercera parte de todo el maíz y trigo mundial. Otra, igualmente relevante, ha sido las masivas compras chinas desde hace dos años buscando llenar sus graneros. Súmele que Canadá y Estados Unidos, actores harto relevantes, han padecido sequías, y que Brasil y Argentina han sufrido con el fertilizante, para darse cuenta de las carambolas globales.
El promedio del precio nacional de la tortilla ha sido de alarido para el bolsillo mexicano. En 2019 le estábamos pegando a los $15.50. Ahora, en tres años, estamos en los $22. Un incremento de 40% al que absolutamente nadie puede estar indiferente.
No obstante, estas semanas las tortillas a nivel nacional han tenido un alza incontrolable que en algunos lugares ha llegado a rebasar los dos pesos. Los tortilleros, que habían absorbido parcialmente los costos de los energéticos, el papel de envolver y los salarios, no pudieron con el aumento en la harina nixtamalizada.
Maseca, el actor más relevante del mercado nacional con siete de cada diez kilos de harina vendida, le dejó caer a los tortilleros mil quinientos pesos extra –promedio– por cada tonelada, haciendo que ahora valga entre 14 y 17 mil nuevos pesos mexicanos.
Esta cifra se traduce directamente en subirle 75 centavos por kilo, sin ganancias. Le podrá parecer marginal el incremento –ciertamente no para las clases más desfavorecidas– pero la tortilla lleva catorce meses seguiditos con una inflación mayor a diez por ciento. O sea que está bien cara. Y no va a parar ahí, de aquí a finales de año váyase haciendo a la idea de verla subir otros dos o tres pesos promedio.
El gobierno federal, que sabe que estos precios pegan directamente a su popularidad, ha decidido no meter las manos por ahora, como lo ha hecho con las gasolinas. Esa pequeña maniobra nos ha costado –sujétese– más de cuatrocientos mil millones de pesos y ha favorecido principalmente a las clases más acomodadas.
Eso sí, el presidente mandó al titular de la Procuraduría Federal del Consumidor (PROFECO), Ricardo Sheffield, a despotricar en la mañanera contra Maseca. Para nadie es una novedad el desprecio que tiene nuestro ejecutivo nacional contra la empresa regiomontana, y es que está íntimamente ligada al “innombrable”.
Roberto González Barrera, fundador de Maseca, tuvo como principal socio al exgobernador de Nuevo León, el general Bonifacio Salinas Leal. Este le presentó a Raúl Salinas Lozano, quien fuera titular de Industria y Comercio, y padre de los hermanos Raúl y Carlos Salinas de Gortari. Las acusaciones de comprar maíz a precios preferenciales de CONASUPO siempre han estado presentes.
Esto se suma a los nulos resultados del plan del gobierno contra la inflación, acuerdo en el que estaba incluida Maseca y su empresa matriz Gruma. Ya si quiere échele la culpa a Gruma de quebrar Burger Boy, una de las primeras cadenas de hamburguesas del país, que terminaron vendiendo a la texana Whataburger y a la postre cerrando. Poco nos faltará para ver Tortillerías y Hamburgueserías del Bienestar, o al tiempo.