Este sábado recién pasado, el mundo era espectador de un conflicto civil de aquellos que marcan épocas. El grupo Wagner, que ha servido como brazo paramilitar de Rusia en conflictos que van desde Mali, Sudán, Siria, hasta la actual guerra en Ucrania, volteó para morder la mano del régimen que lo auspició por casi una década.

La verdad, como siempre, resulta ser la primera víctima de la guerra, por lo que es improbable que sepamos con certeza qué desencadenó o puso fin a este trance. ¿Rebelión de un grupo insatisfecho con el apoyo prometido? ¿Golpe militar para reemplazar a una corrupta administración? ¿Un autogolpe para fortalecer al dictador en poder?

Probablemente la verdad solo la sabrán los dos actores principales de este choque. El autócrata ruso Vladimir Putin, y el líder de Wagner, el criminal de guerra, nazi y vendedor de perros calientes Yevgeny Prigozhin. La historia de Prigozhin es de trama digna de villano de James Bond.

Refundido por robo nueve años en una cárcel rusa, al salir inició una modesta carrera como vendedor de hotdogs en un mercados de pulgas en San Petersburgo al lado de su madre. Al poco tiempo, en el marco de la apertura soviética, cofundó el primer supermercado del antes llamado Leningrado, acumulando sendas montañas de rublos.

De ahí, su carrera es absurdamente meteórica en el mundo alimenticio. Entre restaurante y restaurante, Prigozhin se tornó contratista de gobierno, llegando a servir las comidas del Kremlin veinte años después de su encarcelamiento. Él mismo llegó a servirle a quien ha ostentado el poder ruso por un cuarto de siglo, lo que llevó a ser conocido como “El Chef de Putin”.

El siguiente paso pareció casi obvio, al recibir mil millones de dólares anuales para servir la comida del ejército ruso. Un par de años después –en una transición no tan obviaPrigozhin fundó una organización paramilitar que aparentemente puso de rodillas al régimen ruso hasta un cese al fuego negociado por el presidente bielorruso. Todo desde vender perros calientes, o sosiki, por ser Rusia.

Históricamente el poder político ha encontrado cruces con la industria alimentaria y agrícola. Ejemplos hay muchos.

Evo Morales, quien antes de llegar a ser presidente de Bolivia fue agricultor y líder sindical de los campesinos de la hoja de coca. Alberto Fujimori, expresidente del Perú, se graduó de ingeniero agrónomo. Narendra Modi, primer ministro de India, comenzó como chaiwala en el negocio familiar, sirviendo té, antes de volverse ministro para la provincia potencia agrícola de Gujarat.

En México también hay casos, desde López Mateos hasta Plutarco Elías Calles, aunque son fiel espejo del desgarriate que hemos tenido de país. Como Francisco I. Madero, que fue heredero de potentados agropecuarios en Parras, Coahuila, llegando a estudiar agricultura en Baltimore y Berkley, sin poder implementar las reformas tecnológicas que vio allá por el agrarismo mexicano que todavía nos aqueja (y haber sido asesinado vulgarmente por Huerta).

Quién sabe, quizá el gran héroe o villano mexicano esté sirviendo unos tacos o labrando un campo en este momento; pero como se ve en los ejemplos es claro que uno cosecha lo que siembra.