Lo habrá sentido en carne propia y confirmado en las diferentes comparaciones que escucha. El día más caliente de la década, la semana más calurosa del siglo, el mes más ardiente de la historia.

Desde hace varias semanas la gráfica de un importante estudio indicaba como la zona norte del océano Atlántico atravesaba un calor nunca antes medido, en unos registros que comenzaron hace 170 años. Más de cinco grados C° en algunos lados. Eso ya lo siente.

Uno podría pensar que este es un símbolo más de cómo estamos fregando al planeta, aunque parece más un caso de “ayudas más si no me estorbas”.

Los mares mundiales mueven a leviatanes de barcos en base a la peor de las dietas, los aceites descartados de toda la industria petroquímica. Los combustóleos. Estos combustibles son ricos en azufre, por lo que al quemarlos colocan grandes cantidades de dióxido de azufre en el ambiente, ingrediente clave para la lluvia ácida.

Con esta razón en mente la Organización Marítima Internacional (el brazo de la ONU para estos asuntos) declaró un plan para limitar los contenidos de azufre en los combustibles marítimos a partir de 2020.

Sin embargo, el dióxido de azufre tiene una característica especial. Brevemente, en contacto con humedad, crea enormes nubarrones blancos. Realmente enormes. Realmente blancos.

En el fragmento norte del Atlántico, entre Norteamérica y Europa, el tráfico es tan pesado y continuo que se pueden ver desde el espacio las aborregadas huellas de estos enormes barcos. Algo así como un gran reflector que desvía una importante parte de los rayos del sol. Este año los caminos de nubes que reflejaban el calor del sol lejos del agua simplemente no están, haciendo que todo se caliente mucho más.

Pensará que ahí está una solución. Echemos más de ese químico a la atmósfera y reducimos la temperatura global, pero no es tan fácil.

La geoingeniería se presenta como un juego arriesgado, una jugada que puede tener consecuencias imprevistas. ¿Puede un error corregir otro error?

Otra razón para este calentamiento exagerado es que el desierto del Sahara expulsó menos arena a la zona, quitando otro velo reflector al agua. Expulsó menos porque las costas africanas eran un horno que no permitían crear tormentas de arena. Arena que va absorbiendo humedad, lo que disminuye las posibilidades de huracanes y tormentas. Y así hasta el infinito del detalle. El medio ambiente es un modelo imposible de replicar con total certeza por su complejidad. En cualquier momento la cosa da un giro, como si la casualidad se convirtiera en el maestro de ceremonias.

Ya existen compañías trabajando en mecanismos para llegar a la atmósfera y liberar estos gases de las maneras más eficientes. Una de estas empresas –Make Sunsets– la corrió SEMARNAT del país con el argumento de un convenio firmado en 2010 contra el despliegue de estas tecnologías a gran escala.

Nos encontramos en la encrucijada de la humanidad, en un punto donde ya no podemos ignorar la realidad que nos rodea y nos llama a tomar decisiones audaces. Aquí, la geoingeniería no es solo una teoría distante, sino una tangible herramienta con la cual intentar enmendar nuestros errores.